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"Sólo Dios puede saciarnos"

 Martes III de Pascua 


Hch 7, 51- 8, 1

Sal 30

Jn 6, 30-35



    Qué admirable y lleno de amor el ejemplo que impulsó a San Esteban. El relato del martirio de este hombre es escalofriante. Cae lapidado por las piedras que arrojan los judíos. A diferencia de lo sucedió con la mujer adúltera, en esta ocasión Jesús no está para pronunciar aquellas palabras: “el que esté libre de pecado que arroje la primera piedras” (Jn 8, 7). Aquí sucede lo contrario: el odio, el coraje, la envidia, el pecado de todos aquellos hombres se convierten en piedras que son arrojadas a Esteban.


    Pero Esteban no se acobarda, da testimonio de Cristo Resucitado: él acepta la muerte como la aceptó Jesús y perdona a sus verdugos: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”. Esteban entrega su vida por Aquel que lo ha llamado a su servicio, que lo ha llenado con el Espíritu Santo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”.


    También nosotros en este tiempo que estamos celebrando (y siempre), estamos siendo llamados a, no sólo creer teóricamente la resurrección de Jesucristo, sino a vivir su misma suerte. Hemos de estar dispuestos a experimentar la persecución, las calumnias, las fatigas que se presentan. Debemos imitar al Maestro no sólo en las cosas dulces, sino también en entregarnos, de perdonar a nuestros enemigos.


    Muchas dificultades se pueden presentar a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, al igual que Esteban, hemos de estar conscientes y preparados para los embates de la vida, poniendo toda nuestra confianza en el Señor, abandonándonos completamente a Él.


    El hombre de nuestro tiempo tiene sed, está hambriento, pero no sabe de qué. Tiene tanto apetito que se ha dado a la tarea de buscar aquello que sacie su apetito. Lo hace sin tregua alguna, decidido a encontrar aquello que lo satisfaga: lo busca en el placer, en la fama, en el dinero, en el poder, etc.


    Por desgracia, aquello que buscamos con tanto afán, no siempre lo hacemos en la sintonía del Señor y terminamos en la soledad y el vacío, ya que no buscamos lo que verdaderamente sacia nuestra vida. Preferimos lo efímero, lo que se termina, aquello que resuelva nuestra necesidad más inmediata.


    No olvidemos que Jesús es el único pan que sacia verdaderamente nuestra vida. Sólo la vida en el amor de Dios puede darle un sentido pleno y total a la vida misma. Sólo el amor del Padre es el que puede llenar nuestros vacíos existenciales. Si nosotros tenemos toda la vida en Cristo se convierte en plenitud, ya no necesitamos nada, puesto que en Él lo tenemos todo.


    El que tiene a Jesús en su vida, lo tiene todo y quien no lo tiene, carecerá de todo. Recordemos que estamos en un tiempo de gracia donde se nos da la oportunidad de encontrarnos con el Señor resucitado, con el verdadero amor que sacia toda nuestra hambre. Volvamos a Él, alimentémonos de su pan para experimentar siempre la paz, la alegría y el amor incondicional de Dios.



Pbro. José Gerardo Moya Soto

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