Miércoles de la tercera semana de Pascua
Hch 8, 1-8
Jn 6, 35-40
Quien no está familiarizado con el modo de actuar del Espíritu Santo (en ocasiones de una manera tan extraña), podría pensar negativamente de nuestra fe, al grado de externar: primero mataron a Jesús, después apresaron y azotaron a los apóstoles, lapidaron a Esteban y ahora persiguen a la primera comunidad cristiana. No se alcanza a ver muy bien la mano de Dios que asiste a su pueblo. Sin embargo, el creyente sabe que “en todo interviene Dios para bien” (Rom 8, 28). Si permitió esa persecución, fue para que esos cristianos anunciaran la Buena Nueva en otras ciudades: “los que se habían dispersado, al pasar de un lugar a otro, iban difundiendo el Evangelio”.
En este caso, se advierte claramente aquel refrán: “no hay mal que por bien no venga”. En la óptica de Dios, lo que aparentemente se ve como decepción, en realidad puede convertirse en una gran bendición. La muerte de Cristo parece que terminó en un fracaso, pero al tercer día, Dios lo resucitó y con ello lo exalto sobre todo nombre. Después de una persecución, la predicación se fue difundiendo por todas las ciudades.
Hoy en día, podemos reflexionar sobre lo que estamos viviendo, esta pandemia. Podemos caer en esa actitud pesimista, estar decepcionados al contemplar esta realidad en la que nos encontramos. Hay que ser pacientes, Dios está obrando, Él mostrará su mano poderosa y salvífica sobre la humanidad. Esta contingencia sanitaria puede ser el instrumento que Dios esta empleando para traer la salvación a todos sus hijos amados.
Ahora bien, esta realidad no es fácil de poder asimilar por nuestra propia cuenta, necesitamos de Jesús. Lo hemos contemplado en el Evangelio: “el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”. Necesitamos estar cerca del Maestro, saciarnos de su Palabra, dejarnos tocar por su Amor. Al vivir esta situación particular, mantengámonos firmes en la fe y dejar a Dios obrar. Ya veremos que, con el tiempo, estos sentimientos que hoy albergan el corazón (tristeza, enojo, frustración, etc.) se convertirán en fuente de alegría y salvación.
Hermanos, no nos vaya a pasar que, al contemplar la realidad, dudemos del poder de Dios: “me han visto y no creen”, puesto que “la voluntad del Dios es que no se pierda ninguno”. Dios pone en el corazón del hombre el deseo de ir a Jesús. Ahora somos nosotros los que debemos de caminar hacía Él (por medio de la oración, de los sacramentos, reflexionando la Sagrada Escritura, etc.), ya que, a mayor fe, se espera una respuesta más grande de todo creyente.
Que el Señor nos conceda mirar cómo Él mira; que comprendamos como Él lo hace; que tengamos un corazón como el suyo, capaz de experimentar la realidad con sus mismos sentimientos. Señor, permítenos permanecer en paz mientras está la adversidad, puesto que es ahí donde más claramente se manifiesta tu presencia salvadora.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Muchas gracias padre José, seguiré orando al Espíritu Santo para entenderlo cada día más y poder sacar lo mejor de cada situación. Dios lo siga colmando de sus bendiciones.
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