V Domingo de Pascua
Hch 6, 1-7
I P 2, 4-9
Jn 14, 1-12
Al comenzar su discurso de despedida, Jesús quiere consolar a los suyos y que mejor manera de hacerlo que ofreciéndonos entrar en su gloria, de estar en su compañía y en la de su Padre.
Jesús se dirige a sus apóstoles y comienza a indicarles los que tiene preparado para ellos (esta promesa es también para nosotros). En primer lugar, nos encontramos con la promesa de ir al cielo: “en la casa de mi Padre hay muchas moradas”. Hay lugar para todos, no se hacen excepciones y para asegurarnos el cumplimiento de sus palabras, agrega: “si no fuera así, yo se los habría dicho”. Por esa justa razón, Jesús nos deja temporalmente, para ir a prepararnos un lugar.
Como lo veíamos la semana pasada, Jesús es el Buen Pastor, al cual sus ovejas lo siguen. Por ello, es necesario que Jesús vaya primero, delante de nosotros, para ir disponiendo todo. Como Cristo es el que nos guía, da por sentado que conocemos el camino: “ya saben el camino para llegar a donde voy”.
Estos discípulos habían vivido tres años con el Maestro: algunos dejaron a sus familias para seguirlo, habían compartido su poder curativo, han escuchado sus enseñanzas, compartieron la mesa con el Señor. Tanto tiempo han pasado a su lado y no sabían quien era Jesús. Una referencia clara es la de Felipe: fue de los primeros discípulos que conoció a Jesús, al grado de afirmar que había encontrado al Mesías, hasta se quedó con Él. Hoy nos encontramos con un Felipe que no descubre en Jesús la presencia de Dios: “muéstranos al Padre y eso nos basta”.
En ocasiones podemos pasar largas jornadas con otra persona y ser un perfecto desconocido. Como cristianos nos puede suceder algo parecido a los apóstoles: podemos cumplir con los mandamientos, participar de los sacramentos, vivir las bienaventuranzas, pero desconocer quien es Jesús. Cabría preguntarnos: ¿Sabemos quién es Jesús? ¿Si sabemos a dónde vamos? ¿Conocemos el camino para llegar a Jesús?
Tras la pregunta de Tomás, “No sabemos adónde vas: ¿cómo podemos saber el camino”, existe un deseo de saber, pero también revela el temor y la desorientación del apóstol. Su pregunta va más a lo físico, a un lugar al cual se pueda llegar por alguna ubicación o dirección. Aquí es donde nosotros muchas veces nos podemos situar. Queremos ver los milagros que Cristo hacía para creer en Él, queremos ver en la transustanciación que el pan y el vino se conviertan físicamente en el Cuerpo y Sangre de Jesús. Nuestro deseo de saber tiene que ir más allá de lo que se alcanza a ver con los ojos. Es tiempo de empezar a ver con los ojos de la fe.
Un claro ejemplo nos lo ha puesto san Pedro en la carta que hemos meditado: “ustedes son piedras vivas, que van entrando en la edificación del templo espiritual”. Si nos quedamos con lo literal de esas palabras, sabemos que es imposible que los hombres podamos construir un templo utilizando nuestra propia fisionomía. En cambio, sabemos que la edificación del “templo espiritual” se da desde el bautismo, se da desde la fe. Somos un cuerpo, en el cual Cristo es la cabeza. Estamos llamados a comprender el mensaje de Dios desde la fe.
Jesucristo ha dicho: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. No se trata de un camino material, va más allá. Sólo por Él se pasa del estado pecador a la gracia, de la tierra a lo celestial; Él nos enseña el camino con su doctrina y ejemplo. Al mismo tiempo es la verdad por esencia. Sus palabras tienen la máxima garantía de plenitud; es el autor de la fe y del conocimiento de Dios y sólo así podemos ser iluminados en lo que es Dios. También es la vida, porque su naturaleza es divina y por ende es fuente de toda vida. Por ello, contemplar a Cristo, es contemplar al Padre: “nadie viene al Padre, si no es por mí”.
Hermanos, que no nos suceda lo mismo que los apóstoles, desconocer a Jesús: “Tanto tiempo hace que estoy contigo, ¿y todavía no me conoces?”. Que podamos descubrirlo en nuestro entorno como el Camino que conduce al Padre, como la Verdad que testifica a Dios, como la Vida en abundancia que nos otorga la inmortalidad. Que el Señor nos dé la capacidad de experimentar su amor y así podamos responder con alegría y santidad al llamado que nos hace.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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