Sábado de la IX semana Tiempo Ordinario
II Tim 4, 1-8
Sal 70
Mc 12, 38-44
Sin temor a equivocarme, a todos nos gusta que las cosas se hagan lo mejor posible. Eso mismo quiere el Señor de nosotros. Él nos pide una fidelidad total, comprometiéndonos a la predicación de su Evangelio, no importando el tiempo o el espacio: “anuncia la palabra de Dios: insiste a tiempo y a destiempo”.
Bien sabemos que la fidelidad a Dios nos puede llevar a perder la misma vida, como San Pablo. Qué grato sería que pusiéramos toda nuestra vida en las manos de Dios y nos ofreciéramos totalmente al cumplimiento de su voluntad. Confiando plenamente en Él, dejémonos conducir por su Palabra.
Ciertamente que el seguimiento y fidelidad a Dios implica sacrificios, el darlo todo de nuestra parte. Como esa viuda pobre: a la vista parece que no ha dado mucho (dos monedas de poco valor), pero a los ojos de Dios lo dio todo. Hoy es el día perfecto para darle todo mi ser al Señor. Basta de ser poquiteros con Dios, darle lo que me sobra, lo que no quiero, lo que menos uso. Es ahora cuando tenemos que darlo todo por Él y por la predicación de su Evangelio.
No nos conformemos sólo en un cumplimiento externo, como los escribas: que les gusta que la gente los vea, que la gente los alabe. No. La Iglesia no necesita personas llenas de soberbia, de altanería. Tenemos que mostrarnos con actitud humilde, como esa pobre viuda, que desde el silencio de su corazón se lo ofrece todo al Señor.
Jesús nos muestra cómo debe de ser nuestra postura. “Él, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se hizo igual a nosotros. Se despoja de todo privilegio, haciéndose el último, el servidor de todos” (cfr. Flp 2, 6ss; Mc 9, 35). Todos los que vamos tras Él, no podemos buscar puestos importantes o que se nos reverencie por donde pasemos. Hemos de aprender a despojarnos de todo para entregarlo todo. No busquemos vanagloriarnos, sino más bien busquemos en todo ser gratos a los ojos de Dios.
Permanezcamos siempre fieles al Señor que jamás nos abandona, experimentando en toda nuestra existencia su amor incondicional. Que, alejados de toda gloria humana, nos enfoquemos en buscar la Gloria del Padre y que, al finalizar nuestra vida, como san Pablo podamos decir: “He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento”.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Comentarios
Publicar un comentario