Domingo XI Tiempo Ordinario Ciclo “A”
Ex 19, 2-6
Sal 99
Rom 5, 6-11
Mt 9, 36- 10, 8
Jesús vivía atento a las personas necesitadas que iba encontrando a lo largo de su camino: se fija en el paralítico, en los ciegos, en la mujer que ha perdido a su hijo, en la viuda que deposita su ofrenda en el templo… pero no sólo mira, sino que se conmueve. No es capaz de pasar sin hacer algo por aquellos que sufren.
Cristo, al contemplar a la muchedumbre que lo seguía, sentía un dolor especial por ellos. Mateo nos lo dirá: “Al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuantes y abandonadas, como ovejas sin pastor”. Ni los dirigentes religiosos de Jerusalén, mucho menos los romanos se preocupaban por el pueblo.
Esta compasión de Jesús no es algo transitorio, un sentimiento fugaz. Todo lo contrario: Jesucristo mira a las personas y busca su bien; busca encarnar la misericordia de Dios en su propia persona.
¿Cómo era la mirada de Jesús? ¿Cómo veía a la gente? En diferentes pasajes de los evangelios, nos percatamos que su mirada era diferente. Jesús no miraba como los fariseos radicales, que sólo veían al pueblo como impío; no miraba como los saduceos, que negaban la resurrección; no miraba como los escribas, que sólo querían que se cumplieran las leyes de una manera impecable; no miraba como Judas Iscariote, que pretendía robar todo lo que entraba a la bolsa.
La mirada de Cristo siempre estuvo llena de amor, de respeto, de misericordia. El Señor sufría al ver a tanta gente perdida, sin rumbo que seguir. Le dolía contemplar a un pueblo que estaba cansado, maltratado por el domino de otros.
Como Iglesia debemos de comenzar a ver como miraba Jesús a las muchedumbres: tenemos que fijarnos más en el sufrimiento que en el pecado que ha cometido; ver al prójimo como víctima, más que como un culpable; comenzar a ver más con piedad que con desprecio.
De esta compasión profunda, nace su decisión de llamar a los doce apóstoles, para poder enviarlos a aquellas ovejas perdidas de Israel y Él mismo les da autoridad. Pero aquello que han recibido los apóstoles, no es un poder sagrado para que lo utilicen a su voluntad: no es un poder para gobernar, para aplastar al más insignificante, de condenar o juzgar. Es una autoridad orientada a curar, a aliviar el sufrimiento humano, a realizar el bien sin mirar a quién. Por ende, quien ejerza esa autoridad ha de hacerlo gratis, puesto que gratis lo ha recibido.
El evangelista nos recuerda que el Maestro no sólo dedicaba su tiempo a predicar en las sinagogas, sino que constantemente liberaba a las muchedumbres de su sufrimiento, de su enfermedad. Por ello, al confiarle a sus apóstoles la tarea de evangelizar, no sólo les manda predicar el Evangelio, sino el de consolar-curar el sufrimiento del pueblo.
¿No nos encontramos ante un nuevo panorama, donde hay muchos hombres y mujeres enfermos que necesitan ser curados, muchos muertos que necesitan ser resucitados, poseídos que quieren estar libres de todo mal? Muchas personas quieren volver a la vida, quieren curarse y ser libres: quieren ser felices, desean volver a reír, disfrutar de la vida, llenarse de alegría constantemente.
Por ende, tiene que seguir un camino: el camino del amor. Es necesario aprender aquello que exige el amor: sencillez, solidaridad, fidelidad, entrega, confianza, amistad… Tenemos que despertar el amor. Al hombre actual no lo va a salvar las redes sociales, una vida virtual. Si tenemos la capacidad de amar, tenemos que contagiarla a quienes nos rodean, puesto que gratis lo hemos recibido, gratis debemos darlo.
Que el Señor nos conceda la gracia de mirar cómo Él miraba, de amar, como Él nos ama, de entregarnos como Él mismo se entrego por nosotros. Qué redescubramos los dones que Dios ha puesto en nuestro corazón, para que así los podamos compartir con el prójimo.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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