Jueves de la XI semana Tiempo Ordinario
Eclo 48, 1-14
Sal 96
Mt 6, 7-15
Por medio del bautismo hemos recibido el fuego del Espíritu Santo, el cual nos impulsa a proclamar el Evangelio de Cristo. Este mismo Espíritu es el que nos purifica de todos nuestros pecados, haciéndonos ser santos, como Él es Santo.
Quienes poseemos este Don del Espíritu Santo, no hemos sido enviados a juzgar o condenar a nuestro prójimo, sino a buscar para ellos la salvación. Por ello, la Iglesia no debe pasar su vida condenando a los que nos rodean, sino que tiene que buscar los medios para acercar a los alejados al camino de Dios.
Ahora bien, el participar del mismo Espíritu de Cristo, somos llamados no sólo a llamarnos hijos de Dios, sino de serlo. Es por eso que tenemos la certeza de llamar a Dios, “Abba”, es decir: Padre. El sentirnos hijos de Dios nos lleva a amarlo como Él nos ha amado. Es por eso que el Padre nuestro no sólo es un resumen de lo que debemos desear, sino que exige un compromiso de responder con fidelidad al ser hijos de Dios.
Cuando el Maestro enseña el Padre Nuestro a los suyos, nos da las indicaciones de cómo debe de ser nuestra oración al Padre: “Cuando ustedes hagan oración no hablen mucho, como los paganos, que se imaginan que a fuerza de mucho hablar, serán escuchados”. Esto quiere decir que la oración que elevamos al Padre tiene que ser sencilla, que brota de lo profundo del corazón, pensando en ser grato a los ojos de Dios, más que buscar un interés para nosotros mismos.
En este pasaje del Evangelio, Jesús hace una fuerte critica a la concepción que se tenia sobre la oración, la cual era utilizada generalmente como un instrumento inefable para obtener algo a cambio. El antídoto que debemos de usar para ese tipo de oración es la confianza en el Señor: “No sean como ellos (paganos), pues su Padre ya sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan”.
La oración tiene que ser ante todo un abandono en Dios y no un simple medio de obtener algo a cambio. La eficacia de la oración se medirá en el grado de confianza que se deposite en Dios, reconociéndolo como nuestro Padre.
Busquemos siempre que la oración que dirijamos a Dios sea desde lo profundo del corazón, con sencillez y humildad, sabiendo que el Padre conoce lo que necesitamos. Confiemos plenamente que Dios es nuestro Padre y que Él nos ama incondicionalmente, nos provee lo necesario para seguir su camino de santidad y nos protege de toda adversidad.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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