Domingo XVI Tiempo Ordinario Ciclo “A”
Sb 12, 13. 16-19
Sal 85
Rom 8, 26-27
Mt 13, 24-43
En este domingo la liturgia nos vuelve a proponer algunas parábolas evangélicas, en las cuales Jesús busca dar a entender, con pequeñas comparaciones humanas, como sería el Reino de los Cielos.
En la primera parábola, nos encontramos con una situación concreta: el enemigo ha arrojado semilla de cizaña en un campo, en el cual se había ya depositado la semilla del trigo. Todos sabemos que el enemigo del dueño del campo es el maligno, aquel que ha buscado separar y dividir a las personas, a las familias, a la Iglesia.
En un primer momento nos percatamos de que el mal (representado con la cizaña), es sembrado por el enemigo. El maligno sabe en qué momento arrojar la semilla de la cizaña: lo hace en la noche, en la oscuridad, donde todos están descuidados. Él va a donde no hay luz para sembrar la maldad.
Este enemigo es muy inteligente: ha sembrado el mal en medio del bien. Lo ha hecho tan bien, que para los hombres es imposible separar con claridad la cizaña del trigo. Recordemos que el trigo y la cizaña son muy parecidos físicamente, al grado de que pudieran confundirse al intentar arrancarla antes de tiempo. Aquel que es capaz de separarlo con claridad es Dios.
Esto nos hace pensar en el segundo momento: la contraposición que existe entre los servidores y el propietario del campo. Aquellos servidores desean arrancar de una manera impaciente la cizaña, pero el dueño responde con una paciente espera: “No la corten. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha”.
En ocasiones, nosotros tenemos prisa en juzgar, poner en mal a los otros, en querer cambiar nuestra manera de vivir de la noche a la mañana. Vivimos en un mundo tan acelerado que queremos resultados inmediatos: quiero estar en forma con el primer entrenamiento que he realizado; quiero perder mi sobre mesa con la primera dieta que realiza; quiero ganar mucho dinero el primer día de trabajo; etc. El hombre esta tan impaciente por el mañana, que se le olvida vivir el presente.
Dios en cambio sabe esperar. Mira la vida de la persona con paciencia y misericordia. Claramente sabe distinguir la cizaña, todo el mal que acongoja nuestro ser. Pero también distingue toda aquella bondad que hay en el corazón del hombre y espera con paciencia a que madure. Dios no tiene prisa por acelerar las cosas o para que haya resultados inmediatos: Dios sabe esperar. Que bien nos haría saber esperar como lo hace el Señor.
Dios espera tanto de nosotros, pero lo hace con paciencia. Él sabe de todo lo que podemos ser capaz. El Señor quiere que seamos como aquel grano de mostaza o como aquella levadura: ante la visión humana es muy pequeña, pero ante los ojos de Dios, tiene mucho potencial para crecer, para fermentar toda la vida a su alrededor. Él tiene puesta su esperanza en nosotros.
Hermanos, es tiempo de volver nuestros oídos a la voz del Señor, que nos dice: “no endurezcan su corazón” (Hb 3, 8). Al final, en nuestra vida, el mal será quitado y eliminado. Aprendamos a ser dóciles al llamado que Dios nos hace. Que el Espíritu Santo nos ayude a pedirle al Señor lo que nos conviene, para así poder crecer en nuestra fe, esperanza y amor para con Dios.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Comentarios
Publicar un comentario