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Señor mío y Dios mío

Santo Tomás, Apóstol 


Ef 2, 19-22

Sal 116

Jn 20, 24-29



    Celebrar a los Santos, nos recuerda cuál es el deseo que debe habitar y predominar en nuestro corazón: alcanzar la santidad. Muchas veces decimos que es una tarea imposible de poder cumplir, que se encuentra totalmente fuera de nuestras posibilidades.


    Pero no es así. El Papa Francisco nos comenta una vía para alcanzar la santidad de vida: “Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales” (GE 14).


    Ahora bien, el día de hoy celebramos al apóstol Santo Tomas. El evangelista San Juan es el que nos ofrece algunos rasgos sobre su personalidad. Primero, es un discípulo que siempre está siguiendo a su Maestro. Tiene completa disposición de seguir a Jesús, al grado de identificarse con la suerte que vivirá: “Vayamos también nosotros a morir con él” (Jn 11, 16). En efecto, lo más importante en la vida del creyente es nunca alejarse de Jesús.


    Santo Tomás es el que pregunto en el cenáculo: “Señor, no sabemos a donde vas, ¿cómo podemos saber el camino? (Jn 14, 5). Obteniendo como respuesta de parte del Señor: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Esta respuesta es para todos. Con frecuencia no comprendemos las declaraciones del Maestro. Debemos de tener valor de decir: Señor, no entiendo lo que me quieres enseñar, no comprendo lo que me pides, etc. Hay que acercarnos a Jesús con sinceridad.


    Otro momento de la vida de Santo Tomas, narrada por el cuarto evangelista, es la que hemos meditado el día de hoy. Al afirmar, “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”, nos manifiesta que el rostro de Cristo que hoy se tiene que ver es por medio de las llagas.


    Después de su encuentro con el Resucitado, hace una exclamación de fe tan profunda: “Señor mío y Dios mío”. “Tomás podía ver y tocar el cuerpo humano de Jesús, pero confesaba su fe en Dios, a quien no podía ni ver y tocar. Ahora, ver y tocar al Señor lo lleva a creer en aquello que había duda” (Cfr. San Agustín).


    Así como Santo Tomás, también nosotros estamos llamados a ser testigos del Resucitado por medio de todo lo que vivimos día a día: aquellos gestos de seguirle aún en la adversidad; cuando le preguntamos sobre lo que desconocemos; incluso cuando el Maestro nos muestra tanto para que podamos creerle. Seamos valientes, puesto que nosotros, somos “dichosos porque sin haber visto, hemos creído”.







Pbro. José Gerardo Moya Soto

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