Viernes de la XIX semana Tiempo Ordinario
Ez 16, 59-63
Sal 12
Mt 19, 3-12
El amor es un elemento del hombre que no se puede medir, es desbordante. Cuando alguien desea expresar su amor por alguien, no bastan sólo las palabras, sino que va más allá. Para muestra, basta un botón: hoy lo hemos reflexionado en el pasaje de Ezequiel, en quien anuncia y manifiesta el gran amor de Dios por su pueblo.
Cuando el pueblo de Jerusalén era aun pequeño, no acogió los cuidados más elementales y necesarios que el Señor le ofrecía: se arrojó a campo abierto, decidió crecer sin su compañía, se encontraba solo. Dios extiende su mano y cubre sus necesidades: hace un juramento con ello, una alianza de amor. Le regala toda clases de riquezas, no los deja abandonados.
A pesar de todo el amor que Dios le ofreció a su pueblo, de todas las pruebas y gestos que buscaban manifestar su amor preferencial por ellos, el corazón del pueblo se desvió a los falsos dioses: “te has prostituido con el primero que pasaba”. Aún cuando el pueblo es tan ingrato con el Señor, nunca ha dejado de quererle, sino que ha “hecho con él una nueva alianza”, perdonando todos sus desvíos.
Recordemos que ya hemos contemplado una imagen de Dios para con su pueblo: ustedes serán mi esposa y yo seré su esposo. Desde un principio Dios le ha dejado claro al pueblo de Israel que su amor es exclusivo, que es solo para él, que cuidará de ellos, que los protegerá como a la niña de sus ojos.
De aquí, que Cristo tome muy enserio el matrimonio y la dignidad de este. Jesús no se hace planteamientos superficiales, buscado satisfacer una cuestión pasajera. Ya desde el sermón del monte ha desaprobado el divorcio en el matrimonio (Cfr. Mt 5, 27-37). Ya desde aquí nos ha mostrado el Señor que la voluntad original de Dios es la de compartir una unión más seria y estable con su pueblo, que alguna de manera pasajera o de capricho personal.
El plan de unidad es de Dios: Él es quien ha querido que existiera esta atracción y ese amor entre los esposos. Es por ello que nos recuerda que debemos de tomar en serio esta unidad dentro de la comunidad, ya que es un amor que Dios quiere establecer con su pueblo de una manera fiel y pleno.
Si aceptamos todas las consecuencias que implica el matrimonio, basándolo en aquella admirable comunión de vida que se dan entre las dos partes que se casan, evidentemente es claro que se dé una relación llena de amor y de gozo en las personas, como se contempla en el amor de Dios por su pueblo.
Valoremos el matrimonio católico desde el simbolismo del amor de Dios por Israel, desde la imagen de Cristo que se desposa por su Iglesia al grado de entregar su vida por ella. Que Dios nos conceda la gracia de vivir unidos fielmente a esa unión que ha establecido con nosotros desde el día de nuestro bautismo.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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