Viernes de la XVIII semana Tiempo Ordinario
Na 2, 1. 3; 3, 1-3. 6-7
Sal 32
Mt 16, 24-28
Con el pasar del tiempo, la historia nos muestra que la vida da muchas vueltas: en ocasiones nos encontramos derribados, pero otras veces nos levantamos triunfantes; unas veces se puede caer en la enfermedad, pero otras tantas gozamos de salud; nuestras decisiones pueden ser las más correctas y en ocasiones son erróneas. Es lo que hemos contemplado en la primera lectura: Existían imperios que parecía indestructibles, pero “Dios los ha derribado de sus tronos y potestades” (Cfr. Lc 1, 52).
El pasaje profético que hemos reflexionado hoy nos enseña a ver la historia con perspectiva, a darnos cuenta de que todo acto tiene sus consecuencias: “Mira, yo he puesto delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Si guardas sus mandamientos, estatutos y decretos, tendrás vida en el Señor… pero si tu corazón se desvía y no escuchas, te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses, perecerás” (Cfr. Dt 30, 15-20).
El profeta Nahum, en un grito de desahogo, manifiesta la fe en Dios, como el Señor de la historia y de los pueblos. Sabía que la única manera de que el pueblo de Israel se librara del dominio de sus enemigos era confiar siempre en el Señor. Dios no nos cierra las puertas de la conversión. Siempre tiene planes para salvar a los que quieren ser salvados.
Dice una canción: “La vida es como el columpio: cuando sube, se siente bonito, pero cuando baja, eso duele mucho”. Debemos de interpretar bien, con este ejemplo, que Dios no desaíra a nadie. En ocasiones nuestra vida puede llevar un ritmo muy agradable, en donde todo nos sale a la perfección: nuestros proyectos se cumplen, obtenemos lo que deseamos, luchamos por nuestra continua felicidad. Pero también es necesario levantarnos de nuestros fracasos. No desairarnos con el Señor y romper nuestra alianza para con Él: el mismo Dios nos ayudará a levantarnos de nuestras caídas.
Por lo tanto, sabiendo de que nuestra vida tendrá altibajos, Jesús nos invita a seguirlo. Sabemos lo que esto implica: negarnos a nosotros mismos, cargar con nuestra cruz, seguirlo, inclusive el perder la vida en su nombre. Es de esta manera que ganaremos el premio definitivo.
El camino de la vida cristiana nos puede resultar difícil. Pero esto no nos debe de sorprender, el mismo Jesús nos lo ha advertido, nunca nos engañó. No nos prometió éxitos o dulzuras, sino persecuciones y la misma muerte. Eso sí, no nos va a defraudar: “el que pierda su vida por Mí, la encontrará”.
¿De qué nos sirve toda la felicidad del mundo, sino tenemos a Dios en nuestra vida? ¿De qué le sirve al hombre ganarlo todo, si se pierde a sí mismo? ¿De qué nos sirve una vida sin sufrimientos, si no estamos siguiendo al Maestro? En tiempos de adversidad se reconoce al verdadero creyente. Tomemos nuestra cruz y sigamos al Señor.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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