Miércoles de la XXI semana Tiempo Ordinario
II Ts 3, 6-10. 16-18
Sal 127
Mt 23, 27-32
En todas partes podemos encontrar gente que es perezosa. Sea cual sea el motivo de que sean así, algo nos queda claro cuando los vemos: no quieren hacer más que el mínimo de lo que les toca hacer. De hecho, constantemente buscan como escaparse del trabajo que les corresponde, se aprovecha de la buena voluntad de los otros, vive a costa de los demás, etc.
Todos estamos llamados a contribuir en la misión de Jesucristo: a cada uno de nosotros le corresponde llevar a cabo la encomienda que Dios nos ha dado. Es aquí donde la llamada de San Pablo toma más fuerza, ya que él nos invita a aportar la parte del trabajo que nos corresponda.
El ejemplo de Pablo, como el de Cristo, nos muestra que estamos llamados a contribuir y trabajar en la construcción del Reino de Dios, haciendo fructificar los talentos que el Señor nos ha regalado y no desperdiciarlos o enterrarlos bajo tierra con el peligro de que se vayan a extraviar.
La motivación del Apóstol se hace desde la honradez, dándole un sentido al trabajo. Esta exhortación para trabajar es una persuasión para no bajar la guardia y perdernos en la pereza, ya que el ocio es el padre de muchos pecados. La invitación del salmo es bellísima: “Dichoso el que teme al Señor y sigue su camino (se pone a trabajar); comerá del fruto de su trabajo, será dichoso, le irá bien”.
Todo debe comenzar desde ese punto: que cada uno cumpla con la tarea o misión que se le ha encomendado, que cada uno se ponga a trabajar. Al finalizar aquello que nos tocaba hacer, nos llenaremos de satisfacción y felicidad, pues hemos cumplido con la tarea que se nos encomendó.
No caigamos en la hipocresía de los escribas y fariseos: aparentar que trabajamos para que la gente nos vea o para que nos alaben. Si nos quedamos en las apariencias, seremos como esos sepulcros que mencionó Jesús en el Evangelio: daremos la finta de que por fuera estamos bien, pero por dentro no somos más que podredumbre.
Que el trabajo diario nos vaya plenificando como hijos de Dios, que el Señor nos de la fortaleza para llevar a cabo nuestra misión y que cada uno con el don de que ha recibido se ponga al servicio de los demás, no como funcionario, sino como servidor humilde de la esperanza (cfr. I P 4, 10).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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