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Purifícame, Señor

Jueves de la  XX semana Tiempo Ordinario


Ez 36, 23-28

Sal 50

Mt 22, 1-14



    Por medio de Jesucristo hemos recibido el Espíritu de Dios, que nos hace clamar Abba, es decir: Padre. Ese mismo Espíritu quiere renovarlo todo en nuestra vida: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5).


    Como Iglesia, estamos llamados a ir transformando nuestras vidas, el cambiar aquello que no nos acerca al Señor. Podemos decir que podemos empezar por un trasplante de corazón, como lo menciona el profeta en la primera lectura: “arrancaré de ustedes el corazón de piedra y les daré un corazón de carne”. Esto no es un cambio superficial, sino que va a lo más profundo del ser. 


    Dios obra por su Espíritu, pero necesita de nuestra colaboración. Por parte del pueblo debe de existir una sincera conversión, así como nos lo ha presentado el salmista: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme… mi sacrificio es un espíritu quebrantado, el cual Tú no desprecias”. La otra parte le corresponde a Dios, el otorgarnos su perdón: “los recogeré de entre las naciones, les infundiré mi espíritu… los purificaré de todas sus inmundicias”. Es así como se cumple la Alianza de Dios: “ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios”.


    La intención que Dios tiene es clara: somos invitados a ese banquete de bodas que hemos reflexionado en el Evangelio. Nosotros somos el pueblo de la promesa y de la Alianza. Pero ¿qué es lo que sucede? No respondemos a la invitación, nos resistimos al plan de Dios por llevar a cabo mis anhelos y caprichos. Seguimos prefiriendo nuestros proyectos antes que los asuntos de Dios.


    Aunque muchos no aceptan la invitación, ya que están tan llenos de sí mismos, bloqueados por las preocupaciones del ahora, Dios no cede en continuar con la fiesta. Él invitará a otros: “la boda está preparada; todo está listo… salgan y conviden a todos los que se encuentren”.


    Nuestro ser como creyentes es, ante todo, vida, amor, fiesta. El signo más grande y central que Dios nos ha regalado como banquete de boda es la Eucaristía; no fue el ayuno, los asuntos personales, sino el comer y beber de su Cuerpo y su Sangre. No desaprovechemos la oportunidad de seguir acercándonos a la Eucaristía. Ciertamente hoy es difícil asistir a los templos, pero podemos participar de estos misterios por los medios de comunicación. No podemos poner excusas, ya que la gran mayoría tiene acceso a estos medios.


    También, no basta con asistir al banquete de bodas, sino que hay que ir con el traje de boda. No es sólo el pertenecer a la Iglesia, entrar en ella, estar en una comunidad o grupo parroquial. Es necesaria una actitud de fe coherente, una actitud de humildad y sencillez. Ya Jesús nos lo había advertido antes: “Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no podrán entrar en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20).


    Hermanos, hemos sido llamados al banquete. Somos los invitados de honor en la fiesta del Señor. Despojémonos del hombre viejo, quitemos el corazón de piedra que hay en nuestro ser, revistámonos del hombre nuevo, depositando en nosotros un corazón de carne y respondamos a esta invitación que el Señor nos está haciendo (cfr. Col 3, 10).








Pbro. José Gerardo Moya Soto

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