II P 1, 16-19
Sal 96
Mt 17, 1-9
Este día, la liturgia nos lleva a celebrar la Transfiguración del Señor. Esta perícopa nos muestra que, Pedro, Santiago y Juan, han sido testigos de un suceso extraordinario: Jesús les manifiesta su gloria y su poder.
El suceso de la Transfiguración del Señor nos ofrece un mensaje de esperanza, sabiendo que también nosotros estamos llamados a ser como el Maestro. Nos invita a encontrarnos con Jesús, para que de esa manera podamos estar al servicio de los demás.
Contemplamos a unos discípulos que han subido al monte Tabor. Esto abre paso para reflexionar sobre la importancia que tiene el separarse de las cosas del mundo para cumplir con el camino hacia lo alto, contemplando la gloria de Jesús. Es abrirnos a la escucha atenta y orante del Señor, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración, los cuales nos permitan acoger alegremente la Palabra de Dios.
En esta subida espiritual estamos llamados a redescubrir el silencio regenerador de la meditación. La lectura de la Sagrada Escritura nos conduce a un camino de belleza, esplendor y de alegría. Cuando uno tiene una actitud de apertura y acogimiento de la Palabra de Dios, empieza a descubrir la belleza de lo interior, de lo que el Señor ha depositado en nuestro corazón.
En esta óptica, el tiempo que vivimos, es un momento providencial para acrecentar el deseo de búsqueda y encuentro con el Señor. En este periodo, de confinamiento, estamos libres de muchos compromisos escolares y familiares. Sería bueno darnos una oportunidad de acercarnos a la reflexión y lectura de la Sagrada Escritura. También en este tiempo se pueden restaurar las fuerzas del cuerpo y del espíritu, profundizando en el camino espiritual.
Al bajar del monte Tabor, los discípulos iban con los ojos y el corazón transfigurados por el encuentro dado con el Señor. Este recorrido lo podemos hacer nosotros también. El redescubrirnos con Jesús en el Tabor, nos llevará a ir por el mundo cargados de su fuerza, del Espíritu Divino, para trazar nuevos pasos de conversión y para dar testimonio con nuestra vida.
Una vez que nos hemos transformado en la presencia de Cristo y el ardor de su palabra, seremos un signo concreto del amor vivificante de Dios para todos los hombres: los que sufren, los que están solos o en el abandono, los enfermos, etc.
Que también se pueda decir de nosotros esa expresión del Padre celestial: “Este es mi hijo amado, ¿escúchenlo!”. Que el encuentro en el Tabor con el Señor nos lleve a ser reflejos de Él en el mundo, para que con nuestras palabras y gestos, trasmitamos al mismo Dios con el que nos hemos encontrado en la oración y meditación de su Palabra.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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