Miércoles de la XXII semana Tiempo Ordinario
I Co 3, 1-9
Sal 32
Lc 4, 38-44
Uno de los aspectos que más lastiman a la comunidad cristiana es la división que se va dando dentro de ella, ya sea por alguna inmadurez, por falta de verdadera sabiduría, por cuestiones y gustos personales, etc.
En el pasaje que hemos reflexionado el día de hoy, nos encontramos con una comunidad que había formado bandos: unos se consideraban seguidores de Pablo, otros de Apolo. Estas divisiones se dan, según san Pablo, porque siguen los criterios humanos, los apetitos carnales antes que dejarse guiar por el Espíritu de Dios.
Las divisiones que se dan ahora en nuestra Iglesia probablemente no se deban a partidarios o apóstoles. Sea cual sea el motivo que nos lleven a la separación, dejan de manifiesto nuestras envidias y contiendas para con Dios, se muestra más un capricho por el criterio humano que una verdadera madurez espiritual.
En ocasiones llegamos a perder la paz por pequeñeces. ¿Qué importa si Pablo es mejor que Apolo o viceversa? Los dos anuncian a Jesucristo y ese es el verdadero mensaje que debemos de escuchar. ¿Qué importa si uno u otro haya lanzado la semilla en el campo, si el verdadero agricultor, que dará la fecundidad del grano, es Dios?
Es importante aprender a ver con los ojos de la fe, con la mirada del Espíritu Santo, ya que ella nos mostraría que tanto Pablo, como Apolo o cualquier otro guía en nuestra vida, serían los servidores, aquellos que preparan el camino para que Dios haga su tarea, para que el fruto pueda crecer.
Recordemos que la obra que llevamos en nuestras manos no es nuestra, sino de Dios. Por ende, es necesario tomar la firme determinación de colaborar en este plan de salvación trazado por el Señor. Para ello, qué mejor que haciendo lo mismo que Jesús hizo en el Evangelio que hemos meditado el día de hoy.
Así como Jesucristo, a nosotros, sus discípulos, nos espera un programa a realizar: al salir de la sinagoga (de la Eucaristía), tenemos una ardua jornada de trabajo, de predicación, de evangelización, de ayudar a los más necesitados y a la vez de oración personal.
Jesús no hace ninguna exclusión: Él los cura a todos. A pesar de que eran muchos los que acudían a Él para que los sanara, los curara o liberara, no negó a ninguno su mano, sino todo lo contrario, se hizo todo para todos. También nosotros estamos llamados a ser el servidor de todos, a brindar nuestra ayuda a quien más lo necesite.
Es cierto que algunas veces estaremos un poco fatigados, pero es importante estar disponibles para quien más lo necesite: los hijos, el cónyuge, los amigos, la familia, la comunidad cristiana, etc. La falta de disponibilidad puede causar serías lesiones, provocando poco a poco la indiferencia o división.
Hoy valdría la pena reflexionar sobre cómo está nuestra disponibilidad para con los que nos rodean. ¿Qué tan dispuesto estoy a dar una mano, a escuchar a un hermano, a acompañar a quien lo necesite? Que Dios nos conceda siempre un espíritu de servicio por y para nuestros hermanos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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