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Conversión de los predicadores

 Viernes de la  XXIII semana Tiempo Ordinario


I Co 9, 16-19, 22-27

Sal 83

Lc 6, 6-39-42



    San Pablo, tras su conversión, se dedicó todo el tiempo a predicar el Evangelio de Cristo. Hoy nos explica el por qué. Es consciente de que no ha surgido de él mismo, no se dio “por gusto propio”. No lo hace por vanagloria o conseguir los reflectores de sus oyentes.


    Después de haber tenido el encuentro con Jesucristo, tras haber sido confrontado por el Señor y Él le revelara quién era, no tuvo otra opción más que la de predicar el Evangelio. Es lo mejor que podemos hacer como discípulos del Señor, anunciar la Buena Nueva de Dios: “esa es mi obligación. ¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!”.


    Ahora bien, ¿qué paga es la que recibirá? Ya ha tenido su recompensa: su paga consiste justamente en poder predicar el Evangelio de Cristo. Para San Pablo ya no hay una mejor paga que esa. Su mayor alegría y gozo consiste en que la Buena Nueva llegue a más personas y puedan acoger el mensaje de Salvación. 


    Como a San Pablo, también a todos los bautizados, a todos aquellos que estamos llamados a ser discípulos de Cristo, debemos de comprender que predicar no sólo es algo que debemos de hacer, sino que debe de brotar de lo más profundo del corazón como una respuesta a lo que hemos recibido.


    Muchas veces hacemos infinidad de cosas para agradar a los otros, pero ¿qué hacemos para ganarlos a todos para Dios? San Pablo se ha hecho todo para todos con tal de ganarlos para Cristo: “Me he hecho débil para ganar a los débiles, me he hecho todo para todos para ganar, sea como sea, a algunos”. De esa misma manera, tenemos y debemos de hacer lo que hizo San Pablo. Ya no podemos ser exclusivistas, sino más bien debemos de incluir a todos, sin hacer diferencia alguna del otro.


    Ciertamente que en ocasiones no sabemos como llevar a cabo esta misión encomendada por Dios. Para ello Jesús nos va mostrando siempre el camino a seguir. Hoy no podía ser la excepción. El Evangelio de hoy nos puede servir para cambiar aspectos importantes en nuestra vida y poder así cumplir con lo que se nos ha encomendado.


    Un primer aspecto que podemos analizar es el que un ciego no puede guiar a otro ciego, ya que ambos van a caer. Es claro el mensaje: tenemos que acercarnos a los que observan bien, a los que tienen la luz; tenemos que acercarnos a Jesús que es la Luz verdadera que brilla en las tinieblas y poder llegar así a puerto seguro.


    Otro aspecto será el de acudir al Maestro más que al discípulo, ya que este aún se encuentra en aprendizaje. Tenemos una sencilla conclusión: debemos de acudir al Jesús, nuestro Maestro, ya que Él siempre nos ha de mostrar la verdad en nuestra existencia.


    El tercer aspecto es el de tener los ojos limpios, una buena vista para distinguir mejor las pajas de los ojos ajenos. Si tenemos una viga en nuestro propio ojo, ¿cómo podemos quitar la paja del ojo del hermano? Mensaje más que claro: debemos de corregir primero nuestros propios defectos, nuestras propias imperfecciones, antes de querer corregir a los otros.


    Para ser auténticos discípulos del Señor no es necesario ser perfectos, pero si reconocer que no lo somos. Solo el que reconozca que es frágil e imperfecto, podrá trabajar para ser mejor y seguir cumpliendo con la tarea designada. Hoy puede ser un buen día para hacer un examen de conciencia y reflexionar sobre como es nuestra mirada para con los otros. Pidámosle a Dios que nos de la humildad de reconocer nuestros defectos para poder así trabajar en ellos y ser más gratos a los ojos de Dios.





Pbro. José Gerardo Moya Soto

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