Sábado de la XXIV semana Tiempo Ordinario
I Co 15, 35-37 42-49
Sal 55
Lc 8, 4-15
Probablemente todos alguna ves nos hemos preguntado: ¿cómo será la resurrección después de esta vida? ¿Cómo es que resucitan lo muertos? Para responder esta duda, San Pablo se basa en la íntima conexión que existe entre Cristo y nosotros.
Para Pablo, es evidente que la manera de existir después de la muerte no será como el que lo presidió. Incluso resultaría algo absurdo volver a una vida igual que la que se ha terminado. Por ese motivo, recurre a una comparación demasiado sencilla: la semilla que se siembre en el campo y se convierte en una planta.
Así sucede con el cuerpo humano, “se siembre corruptible, pero se resucita incorruptible”. Se da una transformación de la vida, pasando de una vida efímera a la Vida Eterna, una vida que era miserable y ahora es gloriosa, que era débil y ahora fuerte.
Es lo que ha sucedido entre el primer Adán y el segundo y definitivo. El primero, era terreno, hecho de tierra, mortal. El segundo viene del cielo y su espíritu da vida. Hemos pasado de ser “imagen del hombre terreno”, que es Adán, para ahora ser “imagen del hombre celestial”, que es Jesucristo.
Así pues, al morir, nosotros atravesamos como Cristo la puerta de la Pascua, pasando a una existencia nueva, transformadora y definitiva. La semilla habrá muerto, pero tuvo que ser así para dar paso a la espiga o a la nueva planta que surgirá, ya que “lo que se siembre, no recibe vida si antes no muere”.
Ahora bien, nos hemos encontrado con un buen modelo para dar una catequesis: la semilla. Tanto Jesucristo como San Pablo utilizan este ejemplo no para resolver un misterio, sino que buscan acercar a la muchedumbre a una paulatina comprensión de lo que es el Reino y la Resurrección, respectivamente.
Jesucristo es consciente de que sus parábolas, pueden ser entendidas o no, según el sentir y ánimo de sus oyentes. Las palabras que emplea el Señor tienen la suficiente claridad para quién desee, las pueda comprender y se dé por aludido o para que no se sienta interpelado: “A ustedes se les ha concedido conocer claramente los secretos del Reino de Dios; en cambio, a los demás sólo les hablo en parábolas para que viendo no vean y oyendo no entiendan”. Todo depende de si se está o no dispuesto dejarse conducir en los caminos de Dios.
La Palabra de Dios es poderosa y tiene una fuerza que mueve nuestro interior, pero su fruto ya dependerá de nosotros, porque Dios siempre ha respetado nuestra libertad. Nunca nos obligará o violentará a responder, si nosotros no queremos atender su llamado.
Jesús espera de nosotros un corazón noble y generoso, capaz de perseverar en la meditación y obediencia de su palabra. Esforcémonos en convertirnos en terreno bueno, para que la Palabra de frutos en nosotros y seamos capaces de trasmitirla a los que nos rodean llenos de alegría en la fe.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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