Viernes de la XXIV semana Tiempo Ordinario
I Co 15, 12-20
Sal 16
Lc 8, 1-3
Todos sabemos cómo se ha dado la conversión de San Pablo (Hch 9, 1-18). Después de haber tenido aquel encuentro con Jesús su vida cambio, abriéndolo de sus convicciones y anhelos por erradicar a la Iglesia de Cristo.
Cuando Pablo habla de Jesucristo lo hace con amor y pasión, más cuando se trata del tema de la resurrección del Señor. Por esa razón, no duda en responder la duda de la comunidad de Corinto: “¿Cómo es que dicen algunos que los muertos no resucitan?”.
San Pablo no sólo busca responder a esa pregunta, sino que se enfrenta a todos aquellos que dicen que Jesús no ha resucitado y que tampoco la humanidad resucitará con Él. esa afirmación es una acusación muy grande, ya que es negar lo más íntimo de nuestra fe.
Debemos de ser muy conscientes de que la vida que Jesús nos ha traído comienza en esta tierra, pero ha de culminar en nuestra resurrección: “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres. Pero no es así, porque Cristo resucitó, y resucitó como el primero de todos los muertos”.
Si Jesús no hubiera resucitado, su doctrina habría terminado ya hace algunos siglos, en nuestros días no se hablaría de Él. pero su vida tuvo un final especial: después de su muerte, el Padre lo resucitó. Es por eso, que podemos creer en la promesa de Jesús, de que también nosotros vamos a resucitar después de nuestra vida terrenal.
Recordemos que nuestra vida está íntimamente unida a la de Cristo. Si nosotros no vamos a resucitar, tampoco lo hubiera hecho Jesucristo: “si los muertos nos resucitan, tampoco lo ha hecho Cristo”. Pero ya sabemos que ese es un absurdo, ya que, si la resurrección de Jesús no fuera verdadera, todo se derrumba y no valdría la pena seguir por este camino: “nuestra predicación carece de sentido y nuestra fe, lo mismo… si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no tiene sentido, seguiríamos con nuestros pecados”.
La resurrección de los hombres al final de nuestra vida no sólo es una promesa de Dios para los que creen en Él, sino que es la mayor alegría poder acceder a la Vida Eterna y contemplar el rostro de Dios. Por eso vale la pena seguirlo como aquellos doce discípulos y mujeres.
Recordemos que los doce estuvieron muy cerca de Jesús en momentos esperanzadores: la multiplicación de los panes, la curación de muchos enfermos, cuando perdonaba a los pecadores, en la predicación del Evangelio, etc. Las mujeres también lo acompañaban, pero ellas estuvieron en el momento más trágico de la vida de Jesús: al pie de la cruz, junto a María.
Hemos de darnos cuenta de que cada uno tenía un rol especifico, pero tenían en común la misma misión: el anuncio de la Buena Nueva. ¿Y qué predicaban en ella? Que Jesús había resucitado y que, con Él, también nosotros habríamos de resucitar en el último día.
Que el Señor fortalezca nuestra fe ante los embates de aquellos que quieren que sucumbamos en nuestras creencias. Mantengámonos firmes en lo que creemos y confiemos que la resurrección de Cristo nos trajo a nosotros la gloria de la Vida Eterna.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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