Domingo XXIV Tiempo Ordinario Ciclo “A”
Si 27, 30- 28, 7
Sal 102
Rom 14, 7-9
Mt 18, 21-35
“Ninguno de nosotros vive para sí mismo”. Esta afirmación de San Pablo es muy cierta, ya que, uno de los males más tristes de nuestro tiempo es el egocentrismo, el cual se centra únicamente en uno mismo, en sus propios intereses.
Nuestra vida es para el Señor: “si vivimos, vivimos para el Señor”. Salir de nosotros mismos para encontrarnos con el otro sólo se podrá dar en la medida en que vivamos para Cristo, ya que la vida vale la pena vivir perteneciendo al Señor: pertenecer a Jesús es la única manera en que uno se puede sentir verdaderamente libre.
Caigamos en la cuenta de que “somos del Señor”. Esta es nuestra mayor alegría, la más grande certeza que podemos tener. Que nunca olvidemos que nuestro punto de referencia es pertenecerle a Cristo. El que vive en está sintonía, no tiene miedo a los hombres o al mundo. La pertenencia a Jesús nos libera de todo acto egoísta, abriéndonos a lo imposible.
Es aquí dónde podemos situar al Evangelio, en el cual hemos reflexionado sobre el perdón: “¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano si me ofende? ¿Hasta siete veces?... No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”. Si no hemos vencido el egocentrismo, no podremos darle lugar al perdón.
Por todos nosotros es bien sabido que Dios, es un Dios de perdón y de misericordia. Él perdona siempre a aquel que se acerca con un corazón arrepentido. También sabemos que “somos de Él”, por ende, estamos llamados a “ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso”. Por esta razón, Jesús nos invita a perdonar siempre.
Que contradicción tan brutal hemos reflexionado en la parábola del Evangelio, donde un hombre, a quien se le ha perdonado una deuda inmensa, no puede perdonar a un compañero que le debía una cantidad insignificante. Aquí es donde nos podemos situar nosotros si nos negamos a perdonar al hermano.
Muchas veces, en el fondo, nos damos cuenta de que la dificultad para perdonar a los demás viene de nos ser consciente de todo aquello que ya hemos recibido, de lo que ya se nos ha perdonado. Aquel que sabe que ha sido perdonado, le es más fácil otorgar el perdón a quien se lo solicite.
El perdón de Dios es gratuito: basta que nos acerquemos a solicitarlo con sincero arrepentimiento. Por ello, nuestro perdón debe de ser gratuito, sin esperar nada a cambio de la otra persona.
Estemos atento a esto, hermanos: ¿con qué derecho podemos acercarnos a pedir el perdón de Dios si no estamos dispuestos a perdonar al hermano? El que no desea perdonar al hermano ha dejado de vivir como hijo de Dios, ya no le pertenece a Él.
Una vez más Jesús nos habla de la necesidad que el hombre tiene para poder perdonar a nuestros hermanos y reconciliaron con ellos. Debemos de aprender que no hay límites para el perdón, por que, así como lo hemos recibido de Dios, así lo debemos de otorgar a quién nos lo solicita.
No es la confrontación o discusión la que nos salvará como humanidad: son el perdón y la reconciliación las que permitirá que podamos amar auténticamente a nuestra familia, amigos, conocidos, etc. Que el Señor nos otorgue un corazón como el suyo, que ante cada insulto u ofensa, podamos perdonar no sólo setenta veces siete, sino perdonar siempre.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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