Nuestra Señora de los Dolores
I Co 12, 12-14. 27-31
Sal 99
Lc 2, 33-35
El dolor desde que entró el pecado en el mundo se ha apegado a nosotros, queriéndose convertir en un compañero inseparable que acompaña nuestro peregrinar en esta vida. Tarde o temprano nos toca toparnos con esta realidad.
El sufrimiento parece apoderarse de las personas de un modo especial. Alguien a quien podemos contemplar en este campo es a la Virgen María. Ella estuvo profundamente marcada por el dolor, como lo hemos visto en el Evangelio de hoy: “Y a ti, una espada te atravesará el alma”.
Como por todos es ya sabido, Dios quiere probarnos, quiere saber que tan fieles podemos llegar a ser. A María la ha probado por medio del crisol del sacrificio. Ella padeció muchas adversidades y, aún así, fue capaz de hacer todo lo que Dios le pidió con entereza y amor. Ella debería de ser nuestro más grande ejemplo ante los sufrimientos que podamos padecer.
María ha padecido este dolor en muchos momentos de su vida: el dolor ante las palabras de Simeón; el sufrimiento ante la matanza de los inocentes por el rey Herodes; la angustia de haber extraviado a Jesús en el Templo; el terrible dolor de contemplar la pasión y muerte de su Hijo amado.
La Virgen María, en esta advocación de la Virgen Dolorosa, quiere convertirse en modelos de todos los que sufren: de aquellos padres que sufren la rebeldía de sus hijos; de los hijos que sufren los embates de los vicios que ofrece el mundo; de todos los hombres que padecen dolor por la perdida de un ser amado; de aquellos que se sienten solos en este mundo.
Es María la que nos enseña cómo debe de ser puesta nuestra confianza y fe en Dios, dejando que el mismo Espíritu Santo nos conduzca por el camino del Señor y, así, podamos estar firmes ante el dolor. Si nos dejamos poseer totalmente por el amor de Dios, ningún sufrimiento podrá vencernos, ya que contamos con la misma fortaleza del Señor para salir adelante de esa situación que padeciendo.
María nos muestra como el cristiano debe de sobrellevar el dolor. El dolor es el precio del amor a los demás, no es un castigo de Dios para hacer sufrir a sus hijos. Al contrario, Jesús padeció la cruz y todos esos sufrimientos para enseñarnos que nuestros sufrimientos pueden ser ofrecidos al Señor desde el amor.
Cuando estemos pasando por momentos de dolor y sufrimiento, miremos a la cruz, como lo hizo María. Ofrezcamos todo aquello que estemos padeciendo como una ofrenda, con un corazón abandonado en que sólo Dios puede concedernos la paz. Que, ante los momentos de sufrimiento, no demos la espalda a Dios, sino que podamos depositar en Él toda nuestra confianza.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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