Jueves de la XXVIII semana Tiempo Ordinario
Ef 1, 1-10
Sal 97
Lc 11, 47-54
La Carta a los Efesios que comenzamos a leer el día de hoy en la primera lectura, surge, muy probablemente, como una carta circular dirigida a las diferentes Iglesias de Asia durante el primer periodo de cautividad del Apóstol San Pablo en Roma. En ella, el autor propone una visión de la historia humana: la historia humana es historia de salvación, un gran proyecto del amor del Padre, el cual, por su Hijo Jesucristo, redime a todos los hombres y los vuelve a atraer hacia sí.
Tras el acostumbrado saludo, el Apóstol exclama en un himno de alabanza donde bendice al Padre, que ha vuelto a colmar a todos los hombres con la sobreabundancia de sus bienes.
Este cántico muestra la bondad de Dios, que, desde toda la eternidad, ha soñado y deseado hacernos participes de su misma vida divina; muestra su inefable misericordia, que, sin darse por vencido frente a las iniquidades del hombre, lo sigue revistiendo en la condición de hijo gracias a Cristo redentor, que nos ha otorgado la remisión de los pecados por su sangre derramada en la Cruz.
Ahora bien, la redención es un misterio que se da a lo largo de toda la historia. Dios es creador y ama todo lo que ha creado, pero es también, en sí mismo, comunión de amor y ama la unidad: en su Hijo se realiza esta voluntad de restaurar, en todos los hombres, la semejanza original con Él, haciéndonos miembros de su único cuerpo. “Dios ha dado a Jesucristo como cabeza a todas las criaturas, a los ángeles y a los hombres. De este modo se va formando la unión perfecta, cuando todas las cosas estén bajo una cabeza y reciban de lo alto un vínculo indisoluble” (Juan Crisóstomo).
Qué contraste tan grande se da entre el proyecto de salvación propuesto por la benevolencia de Dios y las denuncias de Jesús contra los doctores de la Ley, los cuales rechazaban las llamadas divinas. Confrontar estas palabras de Jesús, a no vivir en lo aparente o desde una hipocresía de vida, nos lleva a una doble llamada:
Por una parte, el plan de salvación es maravilloso: de esta manera podemos obtener un gran consuelo y alegría, que se convierten en fuerza ante los momentos de dificultad, de crecimiento y maduración. Por ello, debemos de permanecer vigilantes, ya que muchos a quienes Dios les confió su misión, se opusieron y perdieron de vista la meta. Estemos atentos a que no nos suceda lo mismo a nosotros.
La segunda llamada es que no somos responsables sólo de nosotros mismos. Dios nos ha revelado el misterio de su voluntad: que todos los hombres se salven en Cristo, para que nosotros manifestemos ese misterio y todos puedan entrar en él. Esto significa, por una parte, vigilar de no escandalizar con nuestros comportamientos a los que son diferentes, y, por otro lado, significa tener el valor y mostrarnos como cristianos, a fin de llegar a ser vehículos del amor de Dios por los hermanos.
El mundo necesita cristianos que retomemos nuestro papel como profetas: personas que puedan hablar con coraje, que tengan la valentía de anunciar el Reino y de denunciar todo aquello que se oponga a éste. Que Dios nos conceda el valor de poder ser instrumentos que proclamen la Buena Nueva del Reino.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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