Martes de la XXIX semana Tiempo Ordinario
Ef 2, 12-22
Sal 84
Lc 12, 35-38
Muchas veces hemos caído en el error de catalogar o etiquetar a alguna persona por su procedencia. Por ejemplo, los judíos consideraban como paganos a todos aquellos que no pertenecían a su clan y, por ende, ellos estaban excluidos de la salvación de Dios. Desgraciadamente la primera comunidad cristiana adaptó esta idea.
Es por esta razón que San Pablo les escribe a los miembros de la comunidad de Éfeso. Primero que nada, es una invitación a salir de su “elitismo”. No falta en nuestro tiempo, en nuestras parroquias, quienes piensan que sólo los miembros de algún ministerio o grupo están viviendo auténticamente el cristianismo y que, por lo tanto, son los único que accederán a la salvación.
Con esta mentalidad y actitud lo único que se está logrando es hacer infructuosa la acción del Espíritu Santo, el cual, actúa en todos empujando a la Iglesia hacia una santidad de vida. Cada espiritualidad responde a una necesidad concreta de la Iglesia para que así se pueda alcanzar una verdadera santidad. No podemos denigrar o rechazar a alguien por su manera de vivir su espiritualidad.
Es una llamada a que tengamos un espíritu más universal: no podemos considerar extraño a ninguno en la gran familia de Dios. Al ofrecer un acogimiento fraternal, debemos hacer sentir a todos que tienen una función especifica que obrar y, como piedras vivas, están llamados a construir el verdadero templo espiritual que agrade a Dios.
Así como Cristo hizo caer el muro que dividía a Israel del resto de la humanidad, al igual que fue derrumbado el muro de Berlín, debe desaparecer los muros en nuestra vida personal o comunitaria, los muros del rechazo o de la exclusión, las paredes de la indiferencia ante loas demás. Es tiempo de abrir el corazón a la verdadera comunión, siendo una sola familia en Dios.
Por esta razón, Jesús nos hace una atenta llamada a estar vigilantes. Los gestos de tener ceñida la túnica y las lámparas encendidas expresan el hecho de estar dispuesto a ir donde el Señor nos pide, de tener la disponibilidad al proyecto de Dios.
Sin duda alguna, nada como el embotamiento entorpece los ojos del corazón, ataca la fe y el crecimiento, sembrando en la vida falsas ilusiones y deseos desordenados. El embotamiento espiritual hace perder el sentido de esta vida y de la que vendrá; nos hace desparramar, en vez de congregar.
Que el Señor nos conceda la gracia de estar vigilantes y caminar día a día hacia nuestra perfección en Cristo, permitiendo que se haga su voluntad en nosotros. así, cada día seremos un signo más claro del amor de Dios en medio de nuestros hermanos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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