Lunes de la XXIX semana Tiempo Ordinario
Ef 2, 1-10
Sal 99
Lc 12, 13-21
Puede ser que en nuestra vida nos preocupemos demasiado por tener, por acumular bienes: dinero, prestigio social, mirar por encima del hombro a los demás. No podemos negar que los bienes sean necesarios: sin duda alguna no lo son. Pero no nos engañemos: aunque uno se encuentre muy bien, que le sobren riquezas, su vida no puede depender de sus bienes. La medida de la vida no la puede ofrecer lo material.
En este texto del Evangelio, Jesús nos invita a caer en la cuenta de lo que es importante, de que la verdadera vida no depende de nuestras posesiones, de que no podemos vivir solamente para este mundo, de no pensar únicamente en mí, de tener desapego a los bienes materiales, etc.
Ciertamente es normal que busquemos la seguridad en esta vida, pero basar esa seguridad únicamente en el acumular desmedido, implica una perdida de sentido, un desequilibrio en nuestra vida, perdiendo de vista el Reino de los Cielos.
También podemos observar en esta parábola lo trivial y insignificante de una vida basada en el afán desordenado por poseer y adquirir riquezas. El comportamiento de ese hombre apunta hacia una idea equivocada de que el futuro y la seguridad tiene su garantía en la riqueza.
Las riquezas son bienes necesarios para nuestra vida y nuestro bienestar, ya que nos ayudan para ir construyendo nuestro futuro. Pero se vuelve un obstáculo cuando ponemos esas realidades en lo más profundo de nuestro corazón y las convertimos en el centro y sentido de nuestra existencia.
En verdad las riquezas de este mundo sólo encuentran su sentido más pleno en cuento nos sirven para prepararnos a la vida definitiva: a la vida eterna. Que el Señor nos conceda un corazón capaz de “buscar su Reino y su justicia, para que todo lo demás venga por añadidura” (cfr. Mt 6, 33).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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