Lunes de la XXX semana Tiempo Ordinario
Ef 4, 32-5, 8
Sal 1
Lc 13, 10-17
Todos los que tenemos nuestra esperanza en Cristo, sabemos que algún día lograremos alcanzar la plenitud de la vida, la cual no podemos poseer en este mundo. Sabemos perfectamente de nuestras fragilidades. Sin embargo, Dios jamás nos abandonará, sino que Él sigue obrando en nosotros por medio del Espíritu Santo que hemos recibido.
Es por medio del Espíritu Santo, que ya no contemplamos a Dios como sus súbditos, sino que lo vemos como Padre y Él nos ve como hijos. Es el mismo Espíritu el que nos lleva a vivir confiadamente entregados a Dios y a actuar bajo su inspiración, cumpliendo en todo su voluntad.
Es por esta razón que estamos seguros de que, por medio del Espíritu Santo, podemos combatir y luchar contra las tentaciones de esta vida, ya que, si no nos dejamos dominar por el pecado, nuestro destino no será la muerte, sino que seremos herederos del Reino de los Cielos.
Por esta razón, debemos de abrir nuestro corazón al Señor: dejemos que el Espíritu de Dios haga en nosotros su morada; dejemos que nos conduzca de tal manera que podamos permanecer fieles al Señor y así alcanzar la plenitud de la vida en la Gloria de la Resurrección.
El Señor es nuestro Dios y nosotros le pertenecemos: Él vela por nosotros, nos dará su auxilio. Aun cuando nuestros enemigos busquen derrumbarnos, el Señor nos buscará, nos llevará sobre sus alas para salvarnos: Dios siempre cuida de nosotros.
Jesús quiere liberarnos de esos lazos que nos esclavizan, del pecado que nos aparta de su amor. En nuestra conversión y en la lucha a favor del Reino de los Cielos, no podemos darnos el lujo de tener descanso. No podemos quedarnos mirando al cielo: es necesario trabajar en nuestra persona para que vayan desapareciendo los signos del pecado, que lo único que hacen es apartarnos de lo que verdaderamente es importante: la salvación.
Es tiempo de que comencemos a dar testimonio, que manifestemos al mundo que somos hijos de Dios. No sólo nos enfoquemos en trasmitir y comunicar a todos la salvación de Dios, sino que pongamos manos a las obras, trabajando en nuestra propia fragilidad: ataquemos el mal desde la raíz.
Pidámosle al Señor que nos conceda ser constante en la proclamación de su Evangelio: que podamos proclamarlo de palabra y de obra, fortalecidos e impulsados por la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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