Miércoles de la XXVII semana Tiempo Ordinario
Gal 2, 1-2. 7-14
Sal 116
Lc 11, 1-4
En el camino a Jerusalén, Jesús va mostrando a sus seguidores, el sendero a seguir en su vida de fe. Si ayer meditábamos sobre la escucha atenta de la Palabra de Dios, hoy el Señor nos enseña la importancia de la oración.
A Jesús le pidieron que les enseñara a rezar porque muy probablemente lo vieron rezar a Él. Cristo es el modelo por excelencia de la oración: se dedicaba constantemente a predicar la Buena Nueva y recibir a todo aquel que se le acercara, pero también pasaba largas jornadas en oración, con una actitud filial y de comunión con el Padre Celestial.
¿Cuántas veces habremos rezado ya el Padrenuestro en nuestras vidas? Por esa razón, debemos de estar atentos y advertidos de que no se vuelva una oración rutinaria en nuestra vida, el cual haga perderle todo el sentido a lo que rezamos en esa bella suplica. Esta plegaria, del Padrenuestro, es un tesoro, ya que el mismo que nos la enseñó fue Jesucristo.
El Padrenuestro es una oración entrañable, que nos ayuda a situarnos en una relación con Dios Padre. Recordemos que el centro de nuestra vida tiene que ser Dios, por esa razón, “su nombre debe de ser santificado y glorificado”. Una vez que lo hemos reconocido como el motor de nuestra existencia, ahora si pedimos por nosotros: “para que nos dé el pan cotidiano, que nos perdone de nuestras faltas y que no nos deje caer en la tentación”.
Jesucristo, por medio de la oración, nos enseña a saber relacionarnos con Dios, no sólo como criaturas, sino como verdaderos hijos suyos. Al rezar el Padrenuestro estamos aceptando el compromiso de reconocer que Dios es Padre de todos.
El Padrenuestro no es sólo una oración que podemos rezar de memoria, sino que debe de recitarse con el sentido que tiene, con el compromiso de dar testimonio de la presencia del Señor en nosotros, el cual nos lleva a vivir unidos como hermanos, libres de toda adversidad, odios y egoísmos, para que así, podamos ir manifestando que el Reino de Dios está ya en medio de nosotros.
El Señor nos hace una llamada a la unidad: nos invita a reconocernos frágiles y pecadores, pero a la vez nos invita a confiar en la ayuda y fuerza que viene de lo alto: el Espíritu que Dios ha derramado en cada uno de nuestros corazones. Mientras le permitamos al Espíritu Santo conducir nuestra vida, el Señor realizará su obra en nosotros, haciendo que, desde la Iglesia, llegue la salvación a todas las personas.
Que el Señor nos conceda la gracia de vivir nuestra fe con un amor sincero hacia nuestro Padre y hacia los hermanos, para que así llegue a nosotros el Reino de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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