Jueves de la XXVII semana Tiempo Ordinario
Gal 3, 1-5
Lc 1
Lc 11, 5-13
Tras haber vivido mucho tiempo en confinamiento debida a la pandemia, todavía con ciertas restricciones, muchos de nosotros nos hicimos propósitos de como volveríamos a la nueva modalidad de vida. Pues ya hemos llegado, llevamos algunos días que se nos ha permitido salir de este aislamiento y parece que lo que nos propusimos ya se nos olvido, se quedó en puras buenas intenciones.
Sin pretender ser radical o extremista con esta afirmación, debemos de ser consientes y tener en claro qué mueve mi vida, quién es que dirige las riendas de nuestra existencia. Es cierto que somos cristianos y es verdad que no sólo esto consiste en recibir los sacramentos, sino vivir conforme el Evangelio predicado por Cristo.
Si nuestra vida consiste en seguir las huellas de Jesús, que lo dio todo por mí, entonces no deberíamos de quedarnos en las palabras o discursos vacíos, sino que por medio de las obras hemos de mostrar a los demás lo grande que es nuestra fe. La fe es como la corriente eléctrica: es necesaria para poder generar luz y así poder iluminar.
Lo que hemos reflexionado en el Evangelio puede resultarnos un pasaje muy actual. ¡Cómo nos molesta que nos hagan salir de nuestra comodidad! Mucha gente dice: “si no lo vas a hacer de buena gana, mejor no lo hagas”. Pero que curioso, el Evangelio dice lo contrario: “Si el otro sigue tocando, yo les aseguro que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, por su molesta insistencia, sí se levantará y le dará cuanto necesite”.
Podemos decir que, en el fondo, se trata de hacer el bien, de ayudar a los que necesitan de nosotros, si lo puedes hacer con gusto y alegría, sería mucho mejor. Sería interesante plantearnos cuál es la razón o motivo que tenemos para hacer las cosas, para actuar en favor de los demás.
Ahora bien, para poder obrar el bien, debemos de acudir constantemente a la oración, la cuál “es luz y guía que dirige nuestros pasos” (cfr. Sal 119). Por esa razón el Señor nos invita a orar pidiendo la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, para que Él pueda dirigir las obras de nuestras manos.
La eficacia de la oración consiste en que Dios siempre nos escucha, que no se hace sordo a nuestra suplica. Todo lo bueno que podamos pedir, ya ha sido pensado por Él desde antes de que se lo mencionemos, ya que Dios quiere nuestro bien más que nosotros mismos. Por ejemplo, cuando vamos a la playa: nosotros nos ponemos en marcha con la intención de disfrutar de la naturaleza, pero el agua, la arena y el sol ya estaban allí. Lo mismo pasa con la oración: cuando le pedimos a Dios que nos ayude, nos ponemos en sintonía con su deseo, que es previo al nuestro.
Que el Señor nos conceda la gracia y perseverancia de orar sin desfallecer, para que por medio de ese dialogo con el Señor, podamos vivir nuestra fe manifestándola con nuestras obras y así podamos vivir conforme al Evangelio.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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