Miércoles de la XXIX semana Tiempo Ordinario
Ef 3, 2-12
Is 12
Lc 12, 39-48
Cuando nos ocurre algo extraordinario se lo queremos contar a todo mundo, queremos hacer extensiva aquel acontecimiento que nos sucedió. Eso mismo le pasó a San Pablo, el cual, quiere comunicar su experiencia de Dios y cómo ha ido accediendo a su gracia, por medio de la revelación divina.
Dios no es exclusivo de algún pueblo, ni es propiedad de alguna sola nación. Es por esa razón que San Pablo hace extensivo el mensaje del Evangelio, llevándolo hacia la universalidad de los pueblos.
De esta manera, por medio del dinamismo del Apóstol, el Espíritu Santo abre el camino de la revelación a todas las naciones, para que ellas puedan conocerla, la adoren y puedan, así, amarla. La revelación no pertenece al pasado; su dinamismo de gracia la actualiza, indicándonos que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre, y que la promesa ofrecida por Dios sigue vigente.
Al igual que San Pablo, nosotros deberíamos de sentirnos felices, no sólo por creer por nosotros mismos, sino por poder comunicar, a todos, la Buena Noticia de que todos somos coheredero del Reino de Dios. Sea cual sea nuestra raza, edad o cultura estamos llamados a compartir la vida que el Señor nos tiene reservada.
Es cierto que, en ambas lecturas del día, Jesús nos avisa que, el amor de Dios por nosotros es exigente y de que nuestra vida no puede ser vivida con falta de compromiso. Pero ¿cómo evitar este desanimo, esa especie de adormecimiento en la vida espiritual?
Se trata, más que nada, de abrir lo ojos del corazón a la maravillosa llamada del Señor, el cual despliega de nosotros una capacidad de asombro y amor por cumplir nuestra misión. Eso le sucedió a San Pablo: “A mí, el más insignificante de todos los creyentes se me ha concedido este don”.
Pablo se da cuenta de la amplitud y profundidad de ese don, lo cual lo lleva a comunicarlo. Eso mismo debemos de hacer nosotros: lo que importa es no olvidarnos que la gracia de Dios esta en nosotros, la cual abre nuestros ojos del corazón a los horizontes de la fe. La mirada de Dios es una mirada rejuvenecedora, la cual nos ayudará a no sobrecargarnos de ocupaciones y preocupaciones mundanas.
Si nos dejamos aferrar por el maravilloso misterio de Jesucristo, que día a día nos revela por su Palabra, no seremos siervos descuidados que se olvidan del regreso de su Señor, no nos entregaremos a las tentaciones del egoísmo, sino que, nos inclinaremos a trabajar confiando en la fuerza de Dios, para cumplir fielmente con aquello que nos ha confiado, siendo servidores fieles.
Que Dios nos conceda ser servidores fieles a favor de su Evangelio para anunciarlo a todos los hombres y así llegue a todos la salvación que Dios nos ha ofrecido por medio de su Hijo amado.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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