Jueves de la XXXI semana Tiempo Ordinario
Flp 3, 3-8
Sal 104
Lc 15, 1-10
Sin duda alguna la bondad de Dios es infinita y se nos revela en las parábolas de la misericordia que el día de hoy hemos meditado en el Evangelio. Todos, absolutamente todos, estamos llamados a vivir esta experiencia espiritual en la magnánima misericordia divina, pero, no según nuestros modos de pensar, sino según los criterios de Dios.
Dios es rico en misericordia. Su corazón está lleno de compasión, de clemencia y de piedad y, a pesar de que muchas veces nosotros nos alejamos de Él, no cesa de ir a buscarnos hasta encontrarnos, inclusive se llena de inmensa alegría, aún más que el pastor al encontrar a su oveja o aquella mujer que encontró la moneda que se le había perdido.
Todos nosotros, que muchas veces nos hemos alejado o apartado del camino de Dios por nuestros egoísmos, por nuestra soberbia, por nuestra falta de humildad, estamos llamados a experimentar y vivir esta misericordia.
En el Salmo 104 respondíamos: “que se alegren los que buscan al Señor”. Cuando se habla de alegría en el lenguaje bíblico, es importante darnos cuenta de que no se refiere a un significado exterior; se trata más bien de una alegría interpersonal, que crece en la medida en que es participada y compartida con los demás.
Por esa razón, San Pablo quiere trasmitir su alegría a la comunidad de Filipos; es aquella alegría que siente el Padre, que goza en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse; es la alegría de Cristo, el Buen Pastor, que está dispuesto a dar la vida por sus ovejas; pero es también nuestra alegría, la de saber que tenemos un Padre en el cielo que es misericordioso.
Es, por consiguiente, la alegría del perdón que se otorga a quién lo necesita y lo solicita con humildad, pero, a la vez, es también la alegría del perdón recibido con un sincero arrepentimiento, acogiéndolo con amor y gratitud.
Es bueno considerar que tan grande es la dulzura y piedad de Dios, cuán suave es con todos, Él es “clemente y misericordioso, lento a la ira, rico en amor y siempre dispuesto a perdonar” (Jl 2, 13). “Así como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles” (Sal 103).
¿Crees que si alguien ha sufrido tanto por ti te abandonaría? No lo pienses jamás, por qué, “allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). En la Sagrada Escritura encontraremos innumerables casos, dónde el hombre se alejó de Dios por el pecado, pero en todos Dios siempre estuvo ahí para manifestar su misericordia, perdonando todos los pecados, purificándolos y santificándolos por el Espíritu Santo.
Alegrémonos y saltemos de contento por que la misericordia de Dios es infinita; abramos nuestro corazón a Dios, reconozcamos con humildad que somos pecadores y experimentemos su piedad y perdón, para que, juntos con Él, podamos llenarnos de inmensa alegría y así compartirla con los que nos rodean.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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