Conmemoración de los fieles difuntos
II M 12, 43-46
Sal 102
Lc 23, 44-46. 50. 52-53; 24, 1-6
En este día, dedicado a la memoria de todos los fieles difuntos, nuestro recuerdo va dirigido hacia aquellos conocidos, amigos y familiares, que han dejado este mundo. Su partida nos hace percatarnos que la vida es demasiada corta y efímera y, a la par, pueden surgir interrogantes tales como: ¿dónde están nuestros fieles difuntos? ¿Hacia dónde nos dirigimos después de la muerte? ¿No será la muerte el final de todo?
Esas preguntas, que dan un carácter absurdo y misterioso a la muerte, sólo puede ser iluminado por la fe puesta en Jesucristo, el cual, murió y resucitó por todos. Jesús, al morir, nos enseña a nosotros a morir, aclarándonos el sentido de la misma: para el que cree en Cristo, la vida no termina, sino que se transforma.
En un primer plano, Jesús nos quiere dar ejemplo: Cristo aceptó voluntariamente la muerte como una prueba de obediencia amorosa a la voluntad del Padre; además, murió por todos los hombres, culminando una vida completa y totalmente entregada al servicio de su Padre y de los demás.
Un segundo plano es el de la eficacia: en efecto, para nosotros, los creyentes, los seguidores de Cristo, la muerte del Señor no es sólo un ejemplo, sino la causa real y eficaz de nuestra salvación: “Por sus llagas hemos sido salvados” (Is 53, 5).
Ahora bien, la historia de Cristo no terminó en la muerte, ya que Jesús resucitó: “¿por qué buscan entre los muertos al que vive? (Lc 24, 5). Asimilar y aceptar esta verdad de fe, el que Jesucristo vive, es para nosotros un abandono total a Dios, sabiendo que la muerte no reina sobre Él.
Hoy, que conmemoramos a nuestros fieles difuntos, que recordamos a aquellos que nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz, debemos de tener la certeza de que Jesús vive y, por ende, nuestros fieles difuntos han sido llamados a vivir en plenitud junto a Dios.
Nos hace bien recordar en este día a los fieles difuntos, ya que nos recuerda que somos peregrinos, que vamos caminando hacia nuestro destino final: ser ciudadanos del cielo, ya que nuestra morada no está en este mundo, sino que estamos destinados a una vida definitiva, plena, eterna.
Dios nos ha creado para tener vida, y tenerla en abundancia, así como le sucedió a su Hijo amado: la cruz no fue el final, sino que fue el paso para la vida eterna. Igual para nosotros: la muerte no es el final, sino que es el camino y comienzo hacia una vida que jamás terminará.
Que el Señor nos de fortaleza, nos consuele en nuestras tristezas, nos ayude en el sufrimiento que genera el desprendernos de nuestros seres amados; pero sobre todo, que el Señor nos dé la fe suficiente para darnos cuenta de que nuestros fieles difuntos gozan ya de la plenitud de la vida en la Jerusalén del Cielo.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

Comentarios
Publicar un comentario