Viernes de la XXXIII semana Tiempo Ordinario
Ap 10, 8-11
Sal 118
Lc 19, 45-48
Seguimos profundizando y meditando el libro del Apocalipsis, el cual hoy nos ofrece un gesto simbólico: el vidente tiene que comer el libro que se le ha dado antes de que pueda trasmitirlo. Esta acción ya la habíamos encontrado antes, en el libro de Ezequiel: el profeta, el que anuncia lo que Dios le pide, primero tiene que ingerir la palabra, para después poder anunciarla.
Los cristianos, especialmente aquellos que de alguna manera les toca trasmitir y proclamar la Palabra de Dios, deben primero asimilarla (comerla, interiorizar en ella, personalizarla), para poder después comunicarla a los demás. De esa manera, nuestro testimonio será más creíble, nuestra predica tendrá más fuerza.
También a nosotros nos ha tocado experimentar que la Palabra de Dios es agridulce: en algunas ocasiones será muy consoladora, en otras, muy exigente. No caigamos en la tentación de hacer una selección de la Sagrada Escritura a nuestro gusto o medida, quitando aquellos pasajes que no nos convienen, que nos confrontan o inclusive que nos echa en cara nuestras infidelidades al Señor.
En el Salmo que hemos meditado el día de hoy, se nos invita a alegrarnos con la Palabra de Dios, ya que ese es nuestro mejor alimento: “tus mandamientos, Señor, son mi alegría… ¡Qué dulces al paladar son tus promesas! Más que la miel en la boca”.
Si en realidad nos acercamos con frecuencia a la escucha atenta de la Palabra de Dios, sabremos que en ocasiones su mensaje será gustoso, suave o reconfortante; pero en otras ocasiones puede provocarnos, confrontarnos o causar cierta incertidumbre o incomodidad en la manera de cómo estamos viviendo. En ambos casos, debemos de estar preparados para poder dar razón de nuestra fe, ya que el aceptar y asimilar la Palabra de Dios, nos llevará a testimoniarla con nuestra manera de vivir.
Ahora, podemos encontrar un vínculo entre la misión profética de la que se habla en la primera lectura y la “casa de oración” que se menciona en el Evangelio. “La Palabra de Dios, en efecto, es al mismo tiempo don del que tienen que participar los otros mediante la profecía y don que se ha de asimilar, en íntimo diálogo con Dios, el donante” (Zevini-Cabra).
Se trata de dos aspectos que cohabitan en una misma experiencia espiritual: quien acoge la misión de predicar la Buena Nueva de Dios con total libertad, intuye que ésta debe de ir madurando por medio de la oración y viceversa, quien ha aprendido a orar, no puede dejar de sentir la necesidad de proclamar el mensaje de Dios.
Debemos de cuidarnos de no desnaturalizar el don de Dios, desviándolo de sus funciones originales, porque hoy en día sigue estando latente la tentación de convertir nuestra “casa de oración” en una “cueva de ladrones”. No complace a Dios quien piensa en sus propios intereses, sino aquel que ha unido en su vida la acción y la contemplación.
Que el Señor nos conceda una atenta escucha de su Palabra, aceptándola como es, Palabra de Dios, para que así, podamos llevarla a nuestra oración y ésta dé frutos abundantes llevándonos a vivir como el Señor nos pide.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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