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Ser para la vida

 Sábado de la  XXXIII semana Tiempo Ordinario


Ap 11, 4-12

Sal 143

Lc 20, 27-40



    En nuestro mundo actual continua la lucha entre el bien y el mal. En ocasiones parecería que el mal prevalece, pero es por poco tiempo: van apareciendo más enemigos de la fe, pero Cristo sigue; se crean nuevos imperios o ideologías, pero la comunidad del Resucitado sigue viva.


    La Iglesia lleva casi dos mil años luchando contra los embates del mal, tanto de manera externa, como interna; ella ha sufrido persecuciones, calumnias y ofensas como Jesucristo, su Señor.


    También nosotros, en nuestra vida personal, vamos experimentando ese dinamismo: una vida que puede pasar por la cruz, pero también por la alegría de la vida; una existencia que cae en fracasos, pero también goza de los logros obtenidos; una realidad que puede estar inmersa en la tristeza, pero también que puede llenarse de dicha y felicidad.


    Ciertamente nos puede y duele cuando caemos en el mal. Pero ahí está Jesús, que nos tiende su mano para levantarnos y reincorporarnos al camino del bien. ¿Cómo tiende el Señor su mano a la humanidad? Por medio de los Sacramentos, de su Iglesia, de su Espíritu.


    Por esa razón no hay que darnos por vencidos o sentirnos derrotados en el combate espiritual, sino, todo lo contrario, sigamos luchando y confiando en Dios para poder vencer al mal que nos asecha y que nos embate constantemente para apartarnos del camino del Señor.


    De este modo es que nos damos cuenta de que Jesús nos muestra, en el Evangelio que hoy hemos meditado, que, ante los embates del maligno, no podemos sucumbir, sino que tenemos que resistir. Ante aquella interrogante de los saduceos, Él no cae en la trampa, sino que es más astuto y va más allá de lo que ellos esperaban.


    Todos sabemos que el premio por mantenernos constantes en el camino del Señor será la vida eterna. ¿Y cómo se accede a la vida eterna? Por medio de la Resurrección, participando en el gran acontecimiento de Jesucristo.


    Tanto para nosotros, como para Jesús, se trata de una victoria de la vida sobre la muerte. Es Dios el que triunfa definitivamente sobre la muerte: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Porque Dios es un Dios de vivos y no de muertos”. 


    Hermanos, estamos llamados a la vida. No continuemos nuestro caminar por las tinieblas del pecado y de la muerte. “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rom 12, 21). Recuerda que “todo lo podemos en Jesucristo que es nuestra fortaleza” (cfr. Flp 4, 13). Caminemos confiados, sabiendo que nuestro Dios, es un Dios de vivos y que quiere compartir con nosotros la vida eterna.




Pbro. José Gerardo Moya Soto

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