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Templos de Dios

 Dedicación de la Basílica de Letrán, Fiesta 


I Co, 3. 9-11. 16-17

Sal 45

Jn 2, 13-22



    Hoy celebramos la fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán. Una festividad que nos invita a valorar nuestros templos, capillas u oratorios. Pero, sobre todo, nos invita a valorar lo que verdaderamente es el templo de Dios, cada uno de los hombres que conforman la Iglesia de Dios.


    Una de las experiencias más fuertes y hermosas que el hombre puede llegar a experimentar en su vida, es el saber que Dios habita en él desde el día de su bautismo, es percatarse de que Dios vive en él como si se tratara nuestro cuerpo como el de un templo. Cuando el hombre se da cuenta de esto, es entonces donde su vida se va a transformar.


    De esta manera, nuestro cuerpo adquiere un valor muy grande que el mismo Dios le ha dado, por esa razón debemos de cuidar el cuerpo de todo aquello que no tenga cabida en él mismo. Por otra parte, es reconocer que mis hermanos son también templos de Dios, llevándome eso a respetarlos y cuidar de ellos.


    Esta experiencia me lleva a caer en la cuenta de cuánto Dios me ama, que no sólo se ha querido quedar en medio de mí por medio de su Palabra o de sus Sacramentos, sino que Él ha querido vivir en mí. Aquí tendría gran cabida las palabras que decía san Pablo: “llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (II Co 4, 7).


    Teniendo muy presente la teología de Juan, que ha interpretado esta escena del Evangelio que hoy hemos reflexionado a partir de la resurrección, podemos darnos cuenta de que la intención de Jesús no sólo era la de purificar el templo, sino darle el verdadero sentido que le correspondía al templo: “ser casa de oración”.


    ¿Y qué es lo que pasa cuándo Jesús hace esto? Quiere limpiar de toda inmundicia el templo, pero no sólo ese templo material, sino el templo espiritual del hombre. El corazón del hombre no puede estar manchado por el pecado: por esa razón, Jesús quiere purificarnos, quitando toda aquella basura que no le da el lugar y espacio que le pertenece a Dios.


    Ante una casa llena de basura y pestilencias, uno se retira, no quiere quedarse ahí. Cristo, por su muerte y resurrección, se convierte para nosotros fuente de perdón, de purificación y de salvación. Él se ha convertido en el servidor de todos y quiere limpiar nuestra casa de la inmundicia del pecado, “pues desea ser nuestro huésped y quedarse en nuestra casa” (Cfr. Ap 3, 20).


    Habrá muchas cosas que nos cueste dejar, porque nos hemos acostumbrado a vivir entre ellas. Sin embargo, si queremos ser templos de Dios, debemos de ser congruentes con nuestra fe: debemos actuar con un corazón puro, libre de todo afecto desordenado y entregados al Señor.


    Dejemos que Jesús nos purifique de todo mal y haga de nosotros templos vivos de su Espíritu Santo, para que así podamos ser bendición y apoyo para los que nos rodean, sabiendo que en nosotros pueden encontrar la presencia de Dios.




Pbro. José Gerardo Moya Soto

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