I Domingo de Adviento Ciclo “B”
Is 63, 16-17. 19; 64, 2-7
Sal 79
I Co 1, 3-9
Mc 13, 33-37
El día de hoy, primer domingo de Adviento, comenzamos un nuevo año litúrgico. En este lapso, la Iglesia quiere marcar el curso del tiempo con uno de los principales acontecimientos de la vida de Jesús en la historia de la salvación. Al realizarlo, ilumina el camino de nuestra vida, nos sostiene en nuestras ocupaciones diarias y nos orienta hacia el encuentro definitivo con el Señor.
La liturgia de hoy nos invita a vivir el primer tiempo fuerte del año, que es el Adviento, aquel que nos prepara a la celebración de la Navidad. Por ello, para estar mejor preparado, es necesario caer en la cuenta de que este tiempo, es un tiempo de espera y esperanza.
Ahora, ¿cuál sería el objeto de esperar? San Pablo nos da la respuesta en la segunda lectura: “La Revolución de nuestro Señor”. El Apóstol nos invita, al igual que lo hizo con los Corintios, concentrarnos y poner atención en el encuentro con la persona de Jesús. Para el cristiano, lo más importante en su vida es es encontrarse continuamente con su Señor.
Si desde ahora, en este tiempo terrenal, nos vamos acostumbrando a estar con el Señor, nos resultara más fácil prepararnos al encuentro definitivo con el Señor al final de los tiempos.
Ahora, no solo somos nosotros los que lo buscamos, sino que Él sale a nuestro encuentro. El Señor viene cada día: nuestro Dios es un Dios que viene continuamente. Él no decepciona en nuestra vida, en nuestra espera. De hecho, el Señor no decepciona nunca, ya que siempre está con nosotros.
Tal vez nos haga esperar, incluso, a veces puede que no se deje mirar, pero siempre viene, siempre estará. Ya ha venido en un momento histórico de la humanidad y se ha hecho hombre para liberarnos de la esclavitud del pecado y también vendrá al final de los tiempos.
Sabemos bien que nuestra vida tiene altas y bajas, que en ocasiones hay luces o sombras. Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos experimentado momentos de desilusión, de fracaso, de pérdida, etc. Corremos el riesgo de caer en el pesimismo, en la apatía, inclusive en la desesperanza. ¿Cómo reaccionar ante estos sentimientos? El Salmo 32 nos da la respuesta: “Mi alma espera en el Señor, Él es nuestro socorro y nuestro escudo; en Él se alegra nuestro corazón y en su santo nombre confiamos” (Sal 32, 20-21).
Podemos decir que el alma espera confiada en el Señor. En Él encuentra consuelo y valentía en los momentos difíciles. ¿De dónde nacen estos elementos? De la esperanza, y sabemos que la esperanza no decepciona, ya que es la virtud que nos sostiene para seguir caminando al encuentro del Señor.
Que el Señor acompañe nuestros pasos en este nuevo año litúrgico que estamos comenzando, nos de la capacidad de estar vigilantes y atentos a su glorioso retorno y nos ayude a realizar la tarea que tenemos como sus discípulos suyos, como lo dice el Apóstol San Pedro “Dar razones de la esperanza que hay en nosotros” (cfr. I P 3, 15).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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