III Domingo de Adviento Ciclo “B”
Is 61, 1-2a. 10-11
Lc 1
I Tes 5, 16-24
Jn 6-8. 19-28
Seguimos adentrándonos cada vez más en el tiempo del Adviento. Desde hace ya dos semanas se nos ha estado invitando a permanecer vigilantes, a ir preparando el camino del Señor. Hoy, la liturgia nos propone otra actitud interior para vivir mejor la espera del Mesías: la alegría.
El corazón de todo hombre desea la alegría, todos queremos aspirar a la felicidad. Pero ¿cuál es la alegría a la que estamos llamados a vivir y testimoniar como verdaderos cristianos? Es aquella que viene a nosotros desde la cercanía de Dios, de tenerlo presente en nuestra vida.
Al momento en que Jesús entró en la historia de la humanidad, con su Encarnación, todos los hombres recibieron un brote del Reino de Dios, como si se recibiera una semilla la cual hay que cultivar, esperando una cosecha futura.
Por lo tanto, ya no necesitamos buscar en otro lado porque Jesús vino a traernos la alegría a todos. No es una alegría que únicamente se puede presentar o esperar al final de los tiempos, al momento de llegar al paraíso. ¡No! No es así, sino que ya desde ahora podemos experimentar una alegría que es real, ya que Jesús mismo es nuestra alegría: con Jesús, la alegría está en la vida del hombre.
Todos los cristianos, estamos llamados a ser presencia de Dios en medio del mundo, ayudando a los demás a descubrir la alegría que viene del Señor. Es una misión bellísima, tan semejante y parecida a la de San Juan Bautista: orienta a la gente a Jesucristo, no a él mismo, ya que sabe que Jesús es la meta a la que tiene que llegar el corazón del hombre cuando está buscando la alegría y la felicidad.
San Pablo nos indica las condiciones que debemos de tener para ser “misioneros de la alegría”: rezar constantemente y con perseverancia, darle gracias a Dios en todo momento, cooperar con su Espíritu Santo, buscar hacer el bien y evitar el mal. Si este fuera nuestro estilo de vivir, entonces la Buena Nueva podría llegar a muchas personas, ayudándoles a redescubrir que Jesús es el Salvador.
Solo en Jesús es posible encontrar la paz interior, la fuerza para poder vencer las adversidades de la vida. El cristiano es una persona que tiene el corazón lleno de paz porque ha centrado su alegría en el Señor, inclusive cuando pasa por momentos difíciles. Tener fe, no significa no tener dificultades en la vida, sino tener la fuerza de afrontarlos, sabiendo que no estamos solos, de que Jesús está con nosotros.
No desorientemos nuestra mirada, enfoquémosla a la Navidad, que cada vez está más cerca. Hoy Jesús sigue iluminando el camino de los hombres. Pidámosle al Señor que nos haga cada vez más alegres en Él, ya que viene a liberarnos de muchas esclavitudes en las que nos encontramos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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