Quinto día dentro de la Octava de Navidad
I Jn 2, 3-11
Sal 95
Lc 2, 22-35
“Un guía es alguien que inspira para la vida” (César Bona). Y vaya que las palabras de Juan, que hemos escuchado en la primera lectura, se puedan tomar como un indicador a seguir. Podemos decir que la Luz del Hijo de Dios a entrado en nosotros en la medida en que progresemos en el amor a los hermanos.
“Quien ama a su hermano, permanece en la luz y no tropieza”. Si no hacemos esto, todavía nos situamos en las tinieblas y la Navidad pasó de largo. Este pensamiento no necesita muchas explicaciones: la Navidad es luz y amor por parte de Dios y también debe serlo de nuestra parte para Él y el prójimo.
El amor de Dios es una total entrega a la humanidad: “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Por eso Jesús lo comparte a sus Apóstoles en el cenáculo: “Yo los he amado; ámense los unos a los otros” (cfr. Jn 13, 34).
La invitación sería a que no exista distancia entre lo que decimos creer y nuestra manera en relacionarnos con los demás: “quien dice permanecer en el Señor, debe de vivir como Él vivió”. Ese Jesús que celebramos en estos días, es al Jesús que tenemos que imitar, tanto con las palabras como con los hechos, ya que la Navidad nos pide seguimiento.
También el Evangelio nos conduce a que vivamos una Navidad más profunda. Simeón, con su ejemplo, nos invita a tener una buena vista, a descubrir la presencia de Dios en nuestra vida, así como él pudo descubrir al Salvador en una familia sencilla que se presentaba en el Templo.
Este anciano reconoció a Jesús, pero no sólo lo identificó, sino que también se llenó de alegría y lo ensalzó ante todos los que estaban a su alrededor. También a nosotros, en los pequeños detalles de cada día, en las personas que están a nuestro lado, nos habla la voz de Dios. Solo tenemos que ser atentos para poder escucharla.
Nosotros somos los que decimos creer en Jesucristo, los que nos íbamos preparando día a día para celebrar la Navidad como una fiesta de gracia, de alegría, al saber que el Amor se había encarnado en la humanidad y en nuestro corazón. Es por eso que debemos de ser “hijos de la luz” y vivir “como Él vivió”, no solo de palabras, sino también con nuestra propia vida.
Que el Señor nos conceda la gracia de vivir unidos siempre a Él, de tal manera que continuemos su obra salvadora en medio de este mundo dejándonos amar por el Padre, amando al prójimo como el mismo Hijo nos amó e iluminando a nuestros hermanos por medio de la guía del Espíritu Santo.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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