Sábado I Tiempo de Adviento
Is 30, 19-21. 23-26
Sal 46
Mt 9, 35- 10, 1. 6-8
A lo largo de la semana hemos venido meditando los oráculos de Isaías, el profeta de la esperanza. En su mensaje, él nos muestra el programa que Dios tiene para sus hijos: Él nos sigue llamando cada día a dejar de lado el pesimismo y la arrogancia, para poder mirar con ilusión y optimismo lo que ha de venir.
Los ejemplos con los que el profeta nos da su mensaje este día, han sido tomados de la vida del agrícola, los cuales son entendidos fácilmente por el pueblo de Israel: Dios no quiere que haya más lagrimas, ni hambre, que no falte la lluvia sobre los campos, que las cosechas sean abundantes y que no falten pastos para los animales.
Isaías quiere mostrarle al pueblo un Dios que se hace cercano, que lo escucha: “El Señor misericordioso, al oír tus gemidos, se apiadará de ti y te responderá”. Si por alguna razón nos desorientamos, Él nos guiará: “Oirás detrás de ti una voz que te dirá: Este es el camino. Síguelo sin desviarte”. Si nos encontramos con el corazón destrozado, Él curará nuestras heridas y reconstruirá lo que se encontraba destruido.
El profeta anima a un pueblo que esta acongojado, destrozado espiritualmente. Isaías se dirige a ellos, los afligidos, dándoles palabras de aliento, anunciándoles que Dios jamás los olvidará, que tendrá piedad de ellos, ya que “su misericordia es eterna”.
Aquel anuncio de esperanza proclamado por el profeta se cumple perfectamente en Jesucristo. Como en tantas veces hemos reflexionado en el Evangelio, hoy se nos muestra a un Jesús que está cercano a su pueblo, que camina con ellos, que acude al auxilio de todos, no solo a los sanos, sino a los enfermos, de los que están cansado, enfermos, a todos aquellos que andan como ovejas sin pastor. Así como es su Padre, Jesús es rico en misericordia.
Jesús no pretende soluciones rápidas o superfluas. Lo que ofrece a todos los que se encuentran con Él, es la esperanza, el sentido pleno de la vida. Y es lo mismo que encargará a sus discípulos: son enviados a trabajar en la mies para que hagan lo que Él hace: expulsar demonios, curar enfermos, proclamar la Buena Nueva.
Aquel Dios que anunció el profeta Isaías, que sanará los corazones destrozados y devolverá la libertad a los cautivos, es el mismo Cristo que se apiada del que sufre, del que anda errante, del que ha perdido la esperanza.
Dios quiere sanar todas nuestras heridas, pero, a la vez, nos encarga que nosotros también ayudemos a curar las heridas de nuestro prójimo. En este tiempo, es el cristiano el que debería ir por las calles anunciando la esperanza a quien la ha perdido, de ayudar a quien está desorientado, a tender la mano a todo el que lo necesite.
Jesús quiere ser la respuesta a todas las necesidades del hombre, pero también espera que nosotros lo seamos también. Pidámosle al Señor que seamos instrumentos dóciles de su palabra, para que podamos salir al encuentro de quien más lo necesita.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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