III Domingo del Tiempo Ordinario: Ciclo “B”
Jb 3, 1-5. 10
Sal 24
I Co 7, 29-31
Mc 1, 14-20
Sin duda alguna la venida de Jesús al mundo es la mejor buena noticia que pudimos estar esperando. Jesucristo nos trae la Buena Nueva, el Evangelio que nos conducirá hacia su Padre Celestial, hacia la salvación. Pero ¿cómo acceder a ella? Fácil: respondiendo al llamado que Dios nos hace.
Lo primero que hace Jesús en su apostolado es formar un equipo de colaboradores, presentándonos así uno de los modelos más eficaces de enseñanza: “maestro-aprendiz”. El alumno sigue a su maestro y aprende de él. Con el tiempo, el aprendiz será igual que su maestro. Eso mismo pasó con los discípulos: aprendieron a estar con Cristo y toda la doctrina que Él les enseñaba la guardaban para sí. Y todo esto fue posible debido a que ellos lo siguieron.
Jesucristo nos llama, nos pide que lo sigamos, al igual que aquellos pescadores. Aquí nos queda claro que Cristo no les cambia el oficio a aquellos hombres, sino que lo hace todavía más grande: “Síganme y los haré pescadores de hombres”. Eso mismo Jesús quiere para con nosotros, perfeccionar nuestra vida, nuestra vocación.
Ahora bien, ¿qué necesitamos para responder más fielmente al llamado que Jesús nos hace? “Arrepiéntete y cree en el Evangelio”. En la vida del hombre es necesario que se dé un verdadero cambio, no sólo desde lo aparente, sino desde lo interior. La conversión en la vida del creyente es fundamental y de suma importancia. Ya lo veíamos en la primera lectura: “ante la predicación de Jonás, los Ninivitas proclamaron un ayuno y se vistieron de sayal”.
Ante aquella noticia tan fuerte, el pueblo de los ninivitas se convierte de todo corazón al Señor: “cuando Dios vio sus obras y cómo se convertían de su mala vida, tuvo piedad de su pueblo”. Nínive, para el pueblo de Israel, era la personificación del mal. Para gran sorpresa de todos, Nínive se convierte y Dios la perdona. Esto es una sorprendente revelación de la misericordia que tiene el Señor.
La conversión de una persona es uno de los milagros más hermosos que pueden existir, pero también es uno de los más difíciles de obtener. Pero nunca olvidemos que para Dios no hay nada imposible: no solo convierte a un pecador, sino que es capaz de convertir a toda una nación.
También en la liturgia de la Palabra encontramos una gran enseñanza: muchas veces nos sentimos incapaces de lograr la tarea que Dios nos ha encomendado, el miedo nos hace paralizarnos, nos da temor que la gente no acoja el mensaje del Señor. No olvidemos que no somos nosotros lo que lograremos la conversión de las personas, sino que es el mismo Dios el que lo realizará. El Señor emplea nuestra lengua para predicar el mensaje, pero es Él el que conmueve el corazón, y sólo Él suscita la conversión en el hombre.
No nos confiemos, no caigamos en la típica frase: “mañana comienzo”. No dejes para mañana lo que desde ahora puedes comenzar. Ya que “el tiempo, apremia”. Si sabemos que este mundo se acabará pronto y que Cristo vendrá, ¿para qué seguir atados a las cosas del mundo? ¿Para qué seguir una vida sumergida en el pecado? Lo importante es preocuparse por agradar a Dios y salvar el alma.
San Pablo nos recuerda que nuestra estancia en este mundo es breve y que pronto se terminará. Por ello, es preferible vivir vigilantes sin dejarnos atar por los bienes de este mundo y llenarnos más bien de la esperanza del Reino de los Cielos que va a llegar, y para la cual hemos sido creados.
Pidámosle al Señor que nos “descubra sus caminos”; que ante su llamado podamos responder con un corazón arrepentido, creyendo fielmente en su Palabra. Comencemos ahora, mañana puede ser demasiado tarde.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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