Lunes I semana Tiempo Ordinario
Hb 1, 1-6
Sal 96
Mc 1, 14-20
Tras haber celebrado la Navidad, la liturgia nos ofrece un nuevo tiempo para profundizar en nuestra fe: el Tiempo Ordinario, el cual se caracteriza por la lectura continuada de diferentes libros de la Sagrada Escritura, a lo largo de casi todo el año.
No olvidemos algo fundamental: el centro de la vida cristiana debe de estar siempre orientada hacia Jesucristo, el Hijo amado del Padre, Señor del universo, el Salvador del mundo. Jesucristo debe de ser el centro de mi vida: no hay más prioridades, no hay más opciones.
Dios, desde siempre, nos ha dirigido su Palabra. No es un Dios mudo o indiferente con la humanidad. No es un Dios lejano, sino cercano a su pueblo. Ya desde el Antiguo Testamento podemos constatar que Él iba guiando a su pueblo por medio de los profetas. Hoy lo sigue haciendo, pero ahora lo hace por medio de Cristo Jesús.
Por medio de Jesucristo, Dios nos ofrece continuamente la gracia, la plenitud de la vida. Aquí la pregunta sería: ¿cómo estamos respondiendo a este don que el Padre nos da? Nosotros, los creyentes-católicos, ¿de verdad creemos en Jesús como Palabra hecha carne? ¿Lo escuchamos, lo seguimos, vamos tras sus huellas?
Constantemente Dios nos incita a escuchar a su Hijo. Por eso, en el Evangelio de Marcos, estamos siendo invitados a “convertirnos”. Es decir, a ir aceptando en nuestra vida el estilo y forma de vivir de Jesucristo. Si de verdad nuestro corazón se convirtiera, creeríamos que Jesús es el Mesías.
Convertirse significa cambiar, abandonar un camino equivocado y seguir el correcto, el indicado por el Maestro; convertirse al Señor es dejarlo todo, seguirlo. Como aquellos primero cuatro discípulos, también nosotros dejaríamos nuestra antigua manera de vivir para seguir al Señor.
Al igual que aquellos pescadores, también Dios espera encontrar disposición en nuestro corazón. En ocasiones los lazos familiares o sociales nos tienen anclados y no nos permiten salir al encuentro del Señor. Los sacrificios realizados para el Señor no quedan infecundos, sino que darán muchos frutos.
Ciertamente aquellos hombres no eran los mejores. Con el tiempo irán madurando, creciendo en gracia por el Espíritu Santo. Lo que si debemos de alabar en ellos es aquella fe que mostraron, aquella respuesta al llamado del Señor. De igual modo nos puede suceder a nosotros: tal vez hay mucho que trabajar, bastante que ir perfeccionando. Qué mejor manera de llevarlo a cabo tras seguir las huellas de Jesús.
Roguémosle a Dios Padre que nos conceda la gracia de saber ir tras los pasos de su Hijo, para qué, convertidos en auténticos testigos suyos, con nuestro testimonio, podamos seguir colaborando en el anuncio de la Buena Nueva.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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