Miércoles I semana Tiempo Ordinario
Hb 2, 14-18
Sal 104
Mc 1, 29-39
Es una realidad latente lo que se nos describe en el fragmento de la carta a los Hebreos que hoy hemos reflexionado: el hombre se encuentra constantemente en una situación de miedo, de esclavitud ante el maligno, de muerte por cometer pecado. Pero, a su vez, es real y gozosa la convicción de Jesucristo, el cual, ha venido precisamente para rescatarnos de esa situación.
El argumento que presenta la carta es profundo. No sólo tuvo validez para sus primeros destinatarios, sino que vale para todos. Sí, también es valida para nuestro tiempo y generaciones.
Así como Jesús “ha pasado por la prueba del dolor, así también Él nos puede auxiliar a los que ahora pasamos por ella”. Muchas veces pensamos que nuestro dolor es único y que nadie lo puede entender; creemos que nuestro sufrimiento es el más grande del mundo, siempre por encima del sufrimiento del hermano. Pero no olvidemos que Cristo sufrió antes que nosotros. Él nos comprende, se hace compasivo, ya que es de los nuestros, “es de nuestra propia carne y sangre”.
Aquel camino que vamos emprendiendo en nuestra vida, en este tiempo y con las circunstancias propias del mismo, es el camino que ya recorrió Jesús. Él conoce la dificultad y adversidad que puede haber durante el recorrido. Por ese motivo se hace solidario, “auxiliando a los que ahora pasamos por ella”. Se convierte en “pontífice”, es decir, en puente, y nos comunica la vida y la fuerza de Dios, dandole sentido a nuestro dolor y sufrimiento.
Es por ese motivo que San Marcos, nos presenta a un Jesús que sigue haciendo con nosotros lo mismo que realizó en la comarca de Cafarnaúm. Sigue luchando contra la fuerza del maligno y curándonos de nuestros males, de nuestras tristezas, de nuestros dolores. Cristo comunica su victoria contra el mal y la muerte.
Aquella actitud que presenta la suegra de Pedro, que, apenas fue curada, se puso a servir a Jesús y sus discípulos, es la actitud fundamental que debemos de tener, como la tuvo el mismo Señor, pues a eso ha venido, “No a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28) y a curarnos a todos de nuestras dolencias.
Jesús también nos quiere dar ejemplo de cómo debemos conjugar la oración en el trabajo. Él, que tenía jornales intensos, predicando, curando a los enfermos, atendiendo a todos, encontraba el espacio suficiente para la oración: “su actividad diaria estaba tan unida con la oración, que incluso aparece fluyendo de la misma” (IGLH 4).
En la oración, Jesucristo encuentra la fuerza de su actividad misionera. Es por ese motivo que también nosotros deberíamos de hacer lo mismo: dar gracias a Dios en nuestra oración, poner en sus manos nuestras preocupaciones, tristezas o dolores, para luego estar dispuestos a ayudar y servir a aquellos que más lo necesiten.
Pidámosle al Señor que nos dé la gracia de poder profundizar en la oración personal; que por medio de ella podamos experimentar que Jesucristo se hace cercano a nuestros sufrimientos y que Él mismo nos sostiene en los momentos de fragilidad.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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