Lunes II semana Tiempo Ordinario
Hb 5, 1-10
Sal 109
Mc 2, 18-22
El Hijo de Dios se hizo uno de nosotros. Por ese motivo, Él puede compadecerse de nosotros. Aún cuando en Él no hay cometido pecado, se hizo pecado por nosotros, cargando con nuestras miserias y redimiéndonos mediante su sangre derramada en la cruz.
Estamos llamados a ser una continua alabanza del nombre de Dios. Nuestra vida debe de ser una oblación pura, tratando de colaborar en la obra de Salvación que Dios ha trazado por medio de su Hijo. Por ende, no podemos sentirnos superiores a los demás, pues no vivimos separados por ser puros, alejándonos de los pecadores.
Recordemos que somos pecadores. Si el Señor ha sido misericordioso para con nosotros y nos ha perdonado por medio de Jesucristo, el Mesías, estamos llamados a ser compasivo con los demás, comprensivos y esforzarnos para que el perdón llegue a todos nuestros hermanos.
Jesús es sacerdote para siempre. Él se ha convertido en el puente de unión entre Dios y los hombres. Solo por medio del Maestro, podemos acercarnos a Dios y vivir como verdaderos hijos suyos. Por medio del sacrificio de Cristo, hemos recibido el perdón de nuestros pecados.
“Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva” (Ez 33, 11). Por ese motivo, confiemos siempre en el Señor, seamos agradecidos por todo lo que nos concede por medio de Jesucristo, ya que “Dios envió a su Hijo al mundo, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve” (Jn 3, 17).
Por eso, la vida de fe en Jesucristo no es una vida de remiendos, sino una renovación completa de la persona. No podemos llamarnos cristianos si nuestra manera de vivir no tome un rumbo, caminando desde la verdad del Evangelio, viviendo el amor hasta el extremo. Si nos conformamos con solo ayunos, con oraciones frívolas y pensamos que con eso ya está cumpliendo ante Dios, seremos cristianos que no ha vivido la autenticidad del Evangelio.
Cristo ha venido a destruir nuestro pecado, a renovarnos totalmente, para que, viviendo en comunión con Él, tengamos la alegría de no solo llamarnos hijos de Dios, sino serlo y sentirnos amados por el Padre. Sí únicamente vivimos desde la apariencia, seguimos siendo esclavos del pecado, tratando de remendar aquello que sólo Dios puede restaurar.
El verdadero hombre de fe, no se conforma con el simple hecho de ofrecerle culto a Dios, aun cuando esta tarea sea muy laudable. El Señor quiere que vayamos más allá. Él quiere que permanezcamos fieles y que no nos engañemos a nosotros mismo cumpliendo una serie de ritualismos para quedar bien ante sus ojos.
Mientras no vivamos comprometidos totalmente con nuestra fe en la vida diaria, todo lo que lleguemos a realizar en cuestión de practicas religiosas, no será más que un remiendo, que nos deja más vacíos de Dios por no vivir una fe integra y verdadera. Si nos revestimos de Cristo, lo manifestaremos en nuestra persona, ya que su amor y misericordia, habitan en nosotros.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
Comentarios
Publicar un comentario