Miércoles III semana Tiempo Ordinario
Hb 10, 11-18
Sal 109
Mc 4, 1-20
Vivimos tiempos difíciles. Nos encontramos ante una realidad en donde la humanidad se encuentra constantemente sumergida en una situación de pecado, una sociedad que se aleja cada vez más de Dios, dejándose de preocupar de las repercusiones que esto pueda traer a sus vidas.
El hombre ha intentado salir de esta situación, pero no siempre sus esfuerzos han dado el fruto que tanto desea. Nos percatamos que, en la vida de la humanidad, no bastan únicamente nuestras fuerzas, sino que necesitamos de la gracia divina, de la fuerza de Dios para vencer las asechanzas del maligno.
Es lo que se nos muestra en la primera lectura: una vez más la carta a los Hebreos nos muestra que los sacrificios religiosos humanos no sirven para resolver esta inclinación al pecado. Por ese motivo, Dios ha querido mandar a su Hijo amado para esta misión. El sacrificio de Cristo sí lo ha logrado: Él ha conseguido, “para siempre jamás”, con su sacrificio en la cruz, la reconciliación perfecta de la humanidad, el perdón de todos sus pecados.
El pecado es negación de Dios, rechazo del hermano, negación de sí mismo y de la propia dignidad humana. Lo que Jesucristo hizo fue entregar su propia vida por solidaridad a toda la humanidad, así, con este sacrificio, se cumple la promesa hecha de Dios por su pueblo: “ya no me acordaré de tus pecados ni de tus culpas” (Jr 31, 34).
Dios ha decidido resolver de una vez y para siempre el conflicto del pecado con su propio sufrimiento y dolor, con la entrega generosa de su Hijo. La muerte salvadora de Jesucristo es el gran acto de amor que Dios ha hecho para con toda la humanidad, la cual se encontraba sumergida en el pecado.
El sacrificio único ofrecido por Jesús, aceptado por el Padre Celestial, obtiene para los hombres el perdón de todos sus pecados. En esto consiste la nueva y definitiva Alianza. No terminaríamos de entender el mensaje de esta Carta a los Hebreos si no tenemos una conciencia muy profunda de la malicia del pecado, como muerte que separa de Dios, fuente de la vida.
Por otro lado, nos encontramos con la parábola del sembrador. Todos los elementos que se mencionan en ella son muy valiosos: el Sembrado, la semilla (que es la Palabra de Dios) y la forma y generosidad con la que es acogida en el corazón del hombre.
Hay que ser conscientes de lo que nos toca a cada uno: nos atañe no ser camino, no ser piedras, no ser espinas, sino tierra buena, para dar frutos: al treinta, al sesenta o al ciento por uno. No importa si es más o es menos, lo que importa es dar siempre frutos buenos.
“No seamos camino, donde el enemigo, cual ave, se lleva la semilla pisada por los transeúntes; ni seamos pedregal, donde la escasez de tierra hace germinar pronto lo que no puede soportar el calor del sol; ni seamos espinas, que con las ambiciones terrenas sofocamos la vida de los demás; seamos tierra buena, en donde podamos dar frutos de perdón, de misericordia, de amor” (San Agustín).
Que la Palabra de Dios crezca en nuestro corazón, para que asumiendo nuestra fragilidad ante el pecado, nos abandonemos completamente a la gracia de Dios y, por medio de ella, demos siempre frutos buenos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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