Jueves II semana Tiempo Ordinario
Hb 7, 25- 8, 6
Sal 39
Mc 3, 7-12
¿Qué tenía la grandeza de Jesús? ¿Por qué la muchedumbre acudía a Él? En el Evangelio de hoy podemos contemplar que acudían de todas partes porque ven en Cristo una esperanza, ya que su manera de obrar y enseñar toca el corazón del hombre, porque su Palabra es capaz de transformarlo todo.
Aquello que tanto aguardaba el pueblo de Israel, aquello que el mismo Dios les había prometido, ahora ven que se comienza a cumplir en Jesucristo, esperanza para los decaídos. La gente estaba cansada y agobiada por la manera de enseñar de los doctores de la ley, los cuales, “ataban cargas pesadas, echándolas a las espaldas de la gente” (cfr. Mt 23, 4), pero no llegaban al corazón de sus oyentes.
En cambio, cuando contemplan y escuchan a Jesús, oyen la voz de Dios. Una fuerza interna hace que se muevan y que busquen al Maestro. La gente lo busca porque quiere ser curada, busca su propio beneficio. Y esto nos puede pasar a todos: en ocasiones no podemos seguir a Dios con rectitud de intención, ya que en nuestra suplica es un poco para Él y otro para nosotros.
Aquí lo más importante no será que Jesús nos pueda curar o que sus palabras llenen nuestro corazón. Lo que nos resulta más sobresaliente del obrar de Cristo nos lo dice la Carta a los Hebreos: “Jesús puede salvar definitivamente a los que, por medio de Él, se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder a su favor”.
¡Jesús nos salva! Esa es la enseñanza de este día. Las curaciones y las palabras que llegan al corazón son la señal del comienzo de nuestra salvación. Jesús es nuestro Salvador y es por ello por lo que nuestra fe se sostiene constantemente.
Cristo, el Sumo Sacerdote, subió al Padre y desde allí intercede por nosotros. Cuando nos encontramos hundidos en el desanimo, cuando pasamos alguna crisis, en el momento en el que le perdamos sentido a nuestra vida, recordemos que Él intercede por nosotros. Muchas veces olvidamos eso. Pensamos: Jesús ya se fue al Cielo, nos envió al Espíritu Santo: y ya todo se terminó. Por supuesto que no. Jesucristo sigue intercediendo por nosotros. Confiemos, abandonémonos al Señor. Digámosle: ¡Señor, ten piedad de mí! ¡Jesús, compadécete de nosotros!
Que bien nos hará recordar esto: Jesús es nuestro Salvador e intercede siempre por mí. Así como aquella muchedumbre, no nos cansemos de buscar a Jesús con un olfato de esperanza, sabiendo que de Él viene la salud, la curación, pero, sobre todo la Salvación.
Que en nuestra vida cristiana, estemos cada vez más convencidos de que hemos sido salvados por Jesús y que en Él tenemos al Sacerdote Eterno que intercede por nosotros: “por sus llagas, hemos sido salvados” (cfr. Is 53, 5). Que la fuerza del Espíritu Santo nos haga entender y comprender todas estas cosas.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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