VI Domingo del Tiempo Ordinario: Ciclo “B”
Lv 13, 1-2. 44-46
Sal 31
I Co 10, 31- 11, 1
Mc 1, 40-45
En estos primeros domingos del Tiempo Ordinario, el evangelista San Marcos, nos está relatando la manera en que Jesús combate todo tipo de mal, beneficiando a todos los que sufren en el cuerpo y en el espíritu: libera a los endemoniados, cura a los enfermos, perdona a los pecadores. Cristo se presenta como aquel que derrota al mal donde sea que lo encuentre.
En el caso de hoy, esta batalla que afronta el Señor es un caso emblemático, porque el enfermo que se presenta ante Él es un leproso. La lepra se consideraba una enfermedad muy grave, que desfiguraba a la persona y se consideraba como un signo de impureza y de pecado.
Las personas que sufrían de la lepra tenían que permanecer fuera de la ciudad, alejados de todos los habitantes del pueblo. Inclusive, tenían que gritar a todos los que se acercaran a ellos: ¡aléjate de mí! ¡Soy impuro! ¡Soy un leproso! Aquel que sufría de dicha enfermedad era considerada un muerto ambulante.
Esta curación, se puede presentar en tres pasos: la invocación del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación. El leproso suplica a los pies del Señor: “Si quieres, puedes curarme”. Ante aquella oración humilde y confiada, Jesucristo reacciona de una manera compasiva, es decir, “padece con el otro”. El corazón de Cristo manifiesta la compasión del Padre por el hombre y lo cura.
Jesús extiende la mano, lo toca. Es así como sucede lo extraordinario: se le quitó la lepra, quedó limpio. La misericordia de Dios supera toda barrera, toda enfermedad. Jesús toma nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él la curación, la salvación, el amor. Cuando Jesús nos toca, Él se queda con el pecado y nosotros con su gracia.
El Evangelio pretende dar una lección: Dios no viene a terminar con el dolor o a eliminar el sufrimiento del mundo; viene más bien a cargar sobre sí nuestra fragilidad, nuestra pobre condición humana.
Si de verdad queremos ser auténticos discípulos de Jesucristo, estamos llamados a ser instrumentos de su amor, de su misericordia, superando todo tipo de rechazo o marginación ante los que parecen menos útiles a los ojos del mundo: los pobres, los enfermos, los marginados, etc.
Para ser imitadores del Señor, ante quien más lo necesita, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos, de acercarnos a él, de compadecer con él, de atenderlo en su necesidad. Nosotros podemos lograr que nuestros hermanos contemplen el rostro de Dios por medio de nuestra compasión, por medio de nuestro amor.
¿Cómo estamos ayudando a los demás? ¿Nos hacemos cercanos a ellos en todos los sentidos? ¿Acogemos con ternura y compasión al que más sufre? Así como el mal es contagioso, así también lo es si hacemos el bien. Por ende, es necesario que el bien habite en nosotros cada vez más. Dejémonos contagiar por el bien y contagiemos el bien a nuestros hermanos.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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