Jueves IV semana Tiempo Ordinario
Hb 12, 18-19. 21-24
Sal 47
Mc 6, 7-13
Los cristianos hemos sido enviado en medio de este mundo a ser evangelizadores, portadores de la Buena Nueva del Señor. Dios no ha querido servirse de ángeles, ni de su ejercito celestial para esta tarea, sino que ha puesto sus ojos en la Iglesia, en todos los bautizados, para que estos, lleven a cabo la obra salvadora.
Nuestra misión consiste en hacer lo mismo que Jesús encomendó a sus apóstoles: curar; levantar; liberar. Tras haber hecho lo que teníamos que hacer, decir con sobriedad y humildad: solo he sido un simple obrero del Reino de Dios.
Sorprende bastante la descripción que hace Jesús de cómo debe de ser el estilo de los que son enviados: deben de ser personas austeras (“no lleven ni pan, ni mochila, ni dinero en el cinto”), porque el Evangelio tiene que ser anunciado con sencillez, con humildad.
En nuestra realidad, ¡cuánta gente necesita que se les curen sus heridas! ¡Cuántas personas quieren ser sanadas! Esta es nuestra misión, esta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, socorrer a los más necesitados, ser un apoyo para el desvalido, ánima a la comunidad a confiar en Dios, sabiendo que él es bueno, que Él nos persona, que el Señor siempre nos espera, para curar nuestras heridas.
Si perdemos de vista lo esencial de este anuncio, existe el riesgo latente de deformar la misión del Iglesia. El esfuerzo que se pueda tener por aliviar las diversas formas de miseria humana se vacía de lo que verdaderamente importa: llevar a Cristo a los que mas lo necesita.
No mutilemos la intención de la Iglesia. Ciertamente necesitamos de medios para poder llevar a cabo nuestra misión, pero no podemos anclarnos exclusivamente a ellos. Todos los medios que se emplean en la evangelización, si no me ayudan a encontrarme con el Señor, están desviando la misión de la Iglesia, la están mutilando. No caigamos en el riesgo de querer mundanizar una Iglesia que está llamada a vivir en santidad, en humildad y en sencillez de espíritu.
Ahora bien, si llevamos a cabo nuestra misión, nos podemos sentir contentos y satisfechos. También Jesús nos tomará consigo y nos llevará a descansar (cfr. Mc 6, 31). Pero Él no nos alabará diciendo: ¡qué grande eres! Ya verás, en tu próxima misión las cosas irán mucho mejor. ¡No! Mas bien nos dirá: “cuando hayas hecho todo lo que tenías que hacer, simplemente di: no soy más que un pobre siervo; solo he hecho lo que tenía que hacer” (Lc 17, 10). Eso hace un verdadero apóstol.
Jesús quiere nuestra disposición, nuestra generosidad, nuestra vida. Escuchemos con atención el llamado que el Señor nos hace, el envío a curar y sanar los corazones afligidos. Sabemos que no es una misión sencilla, pero si Él nos envía, es porque Él mismo irá realizando las obras de nuestras manos. Animémonos, pues, a cumplir la misión que Dios nos ha encomendado como Iglesia.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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