II Domingo de Cuaresma Ciclo “B”
Gn 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18
Sal 115
Rm 8, 31b-34
Mc 9, 2-10
Este segundo domingo del tiempo de Cuaresma se caracteriza por ser el domingo de la Transfiguración del Señor. Una vez que se nos ha invitado a seguir a Jesús en el desierto, de afrontar y superar todas las tentaciones que se nos ponen en el camino, el Maestro nos propone subir con Él al monte Tabor, para contemplar en su rostro la gloria luminosa del Padre.
Contemplamos dos elementos esenciales: en primer lugar, Jesús sube con Pedro, Santiago y Juan a un monte alto. Allí “se transfiguró delante de ellos”: su rostro y vestiduras irradiaron una luz brillante, mientras aparecían junto a Él Moisés y Elías; y el segundo elemento es la voz que salía de aquella nube que envolvió la cumbre del monte: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo”. Por lo tanto, tenemos claramente la presencia de la luz y la voz: la luz divina que resplandece de Jesucristo y la voz del Padre celestial que da testimonio de Él y nos manda escucharlo.
Tengamos presente siempre que el misterio de la Transfiguración no se puede separar del contexto del camino que Cristo está recorriendo. Al tomar la firme determinación de subir a Jerusalén, Él sabe que, para acceder a la gloria de la Resurrección, antes se tiene que pasar por el sufrimiento, por la pasión y por la muerte en la cruz.
Por ese motivo, Jesús ha hablado abiertamente a sus discípulos de este camino. Sin embargo, ellos no entendían a qué se refería el Maestro. Incluso, no solo no la entienden, sino que no la aceptan, la rechazan, pues esta perspectiva “no la piensan como Dios, sino como los hombres” (cfr. Mt 16, 23).
Jesús no quiere dejar cabos sueltos, ni mucho menos quiere que sus discípulos no entiendan lo que Él les esta enseñando. Es por lo que Cristo lleva consigo a tres de ellos, donde les revela su gloria divina, el esplendor de la Verdad y del Amor. Jesucristo quiere que esa luz ilumine sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y de su muerte, cuando el escándalo de la cruz sea insoportable para ellos.
Dios es la luz y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en Él. Después de este episodio, Cristo será en ellos la luz interior, capaz de protegerlos de las tentaciones, de las asechanzas del maligno, de los momentos de tinieblas que vivan cada uno de ellos.
Todos necesitamos de la luz interior para superar las pruebas cotidianas de la vida. Esta luz nos viene de Dios, dada por el mismo Jesucristo, en quien habita la plenitud de la divinidad (cfr. Col 2, 9). No tengamos miedo: subamos con el Maestro al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz.
Que el Señor nos muestre siempre el camino de la fe que debemos de seguir, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando cada día de nuestra vida un momento para orar y escuchar la Palabra de Dios.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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