Miércoles V semana Tiempo Ordinario
Gn 2, 4a-9. 15-17
Sal 103
Mc 7, 14-23
Desde un punto antropológico, comer y vivir son dos realidades innatas en la existencia del hombre. Si no se come, no podrá continuar la vida. El alimento, además de ser importante, es necesario en la humanidad.
Partiendo de esto, podemos decir lo mismo con respecto del conocimiento: el hombre tiene hambre de alimento, así como tiene hambre y sed del conocimiento. Por ese motivo, el hombre debe ponerse límites en ese deseo omnívoro de conocimiento para que no termine autodestruyéndose (como nos lo enseña el autor sagrado en la primera lectura).
Aquí el problema se dará en cómo ponernos ese límite. Una solución eficiente y obvia es la de privarnos de ciertos alimentos, de prohibirnos ciertas sustancias. Por ejemplo: una persona que padece diabetes, sí quiere tener una mejor calidad de vida, debe de evitar el exceso de glucosa en su cuerpo; una persona que padece de hipertensión debe de cuidar que su alimentación tenga la menos cantidad de grasa posible.
Jesús viene a ofrecernos una solución: consiste en limpiar nuestra propia hambre, eliminar todos aquellos deseos excesivos que tenemos. No son los alimentos los impuros, aunque la abstinencia de ciertos alimentos pueda ayudarnos a moderar nuestros deseos; la fuerza de estos deseos desmandados viene del corazón del hombre.
En sí, aunque en medio del jardín del Edén, se encontraba el árbol del conocimiento del bien y del mal, no fue el causante de la muerte del hombre, sino su desobediencia. No se trataba de que aquel alimento mataría al hombre, sino aquel anhelo que había en su corazón por comer lo que no debía.
Cuando el hombre desobedece a Dios, se lastima profundamente, algo dentro de él sangra y lo puede llevar hasta la muerte. Tenemos que aprender a confiar en el Señor, pues “Él quiere que todos sus hijos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (cfr. I Tm 2, 4). Lo que más beneficia al hombre es obedecer a Dios: aprendamos a obedecer, puesto que en la obediencia está la verdadera felicidad.
El corazón del hombre se muestra, una vez más, como el lugar de la verdad, como el centro de la persona misma, como el espacio donde el conocimiento que adquirimos se convierte en causa de bien y de vida o, por el contrario, se convierte en mal y muerte. ¿Cómo estamos cuidando nuestro corazón?
El defecto de los fariseos caía en su deseo de ser perfectos, que, por escrúpulos, pierden de vista la importancia de las actitudes interiores, que son las que le dan sentido a los actos exteriores. La preocupación principal del hombre debe ser su pureza interior, custodiar su corazón.
Cuidemos nuestro corazón: no permitamos que los malos deseos nos aparten del camino que conduce a la salvación. Cada día es una nueva oportunidad por ser mejores, de enraizar nuestra vida a los deseos de Dios. Pongamos en sus manos nuestra vida, para que, obedeciéndolo, nunca nos apartemos del camino del bien.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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