Sábado V semana Tiempo Ordinario
Gn 3, 9-24
Sal 89
Mc 8, 1-10
Dios había dicho al hombre: “No comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él, morirás” (Gn 2, 17). A decir verdad, esto no es un mandamiento, mucho menos una amenaza, sino una advertencia por parte de Dios. Ya sabemos que el Señor “no desea la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva” (Ex 33, 11). Dios quiere ponernos en guardia: “debes saber que, si haces esto, te pasará esto”.
No podemos llamar interrogativo al diálogo que se da entre Dios y el hombre tras haber cometido pecado. Muchas veces contemplamos esta escena como un acto judicial o intimatorio por parte de Dios a los infractores. Pero no resulta así.
En realidad, se trata de un acto de total misericordia. Dios busca al hombre (“Adán: ¿dónde estás?”) precisamente para salir a su encuentro, para cerciorarle que no lo ha abandonado a pesar de su infracción. Las preguntas que hace Dios a Adán y Eva no son acusadoras o justicieras, sino más bien de preocupación, de atención, ya que Él mismo aparenta no saber nada de lo que han hecho.
Es cierto, las consecuencias que produce el pecado no pueden dejar de manifestarse en nosotros, aun cuando estás sean remediadas por la gran misericordia de Dios. Bien lo dice un principio de química: “a toda acción corresponde una reacción”. El pecado deja consecuencias en el hombre. Ahora bien, Dios maldice a la serpiente, pero no al hombre y a la mujer.
Todo este asunto del pecado, en Adán y Eva, se da por haber comido el fruto prohibido: “¿Has comido acaso del árbol que te prohibí comer?” Comer es sinónimo de vivir. ¿Qué estamos comiendo? ¿De qué queremos vivir: de nuestro conocimiento o de la misericordia y el amor de Dios? ¿De lo que nosotros mismo obtenemos por haber robado o de aquello que el Señor nos da gratuitamente?
El hombre puede comer de todos los árboles, menos del que está prohibido (lo que es nada con respecto de todo lo que sí se puede comer). La dinámica del pecado hace apetecible la única cosa secundaria, como sí a falta de ella, lo demás fuera nada. Somos capaces de olvidarnos de la misericordia de Dios con tal de conquistar lo que nosotros tanto deseamos y queremos.
El Evangelio también nos presenta una problemática con referencia a la comida. ¿Cómo saciar el hambre en el desierto? Sólo es posible acoger la misericordia y compasión que el Señor tiene para con ellos, la cual se multiplica para todos en partes iguales. La situación que se vive en el desierto se convertirá en la ocasión de volver a lo esencial: sólo Dios puede saciarnos.
Dios y sólo Él es quien “sacia el hambre de todo ser vivo” (Sal 145, 16). Es maravilloso experimentar que solo Dios calma nuestra hambre de una manera sorprendente. El alimento que Él nos da es sobreabundante, es puro don, es un gesto del amor gratuito que tiene por y para nosotros. Lo único que tenemos que hacer es aceptar y comer su alimento. Alimentémonos “de la verdadera comida y bebida que Dios nos da” (cfr. Jn 6, 55).
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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