Sábado V Tiempo de Cuaresma
Ez 37, 21-28
Jer 31
Jn 11, 45-57
Estamos por comenzar la Semana Santa, estamos casi por entrar en las primeras vísperas del Domingo de Ramos y lo hacemos con sentimientos encontrados: a la entrañable y apremiante llamada de confianza, de la primera lectura, le sigue la amenaza latente de dar muerte a Jesús.
Encontramos en el libro del profeta Ezequiel la promesa de la restauración y el perdón de los pecados. Todavía más impresionante, Dios promete hacerlo todo de nuevo: borrar todo pecado y colmar el corazón de la certeza de que Él está cerca.
Creo pensar que en algún momento de nuestra vida hemos gozado de esa certeza, de esa paz, de saber que no hay nada que se le pueda comparar. La bondad será la señal de la presencia de Dios en el corazón del hombre y de esa bondad brotará la inmensa alegría del hombre.
El Señor quiere guardarnos, así como el pastor cuida de su rebaño. Sólo algo puede impedirlo: nuestra personal determinación de volver la espalda a Dios, de alejarnos de su ternura buscando otros horizontes, de buscar nuestros propios anhelos y deseos.
Por otra parte, el Evangelio de hoy nos puede resultar sobrecogedor. Los grandes, los importantes del pueblo de Israel, están realmente perplejos ante las acciones que realiza el Señor. Pero, más de lo que realiza, los sacerdotes y fariseos tienen temor de que “el pueblo crea en Él”.
A pesar de tantos signos que Jesús hizo, estos hombres no creían en Él, ni por las obras que realizaba, ni por su testimonio. “Vino la luz al mundo y el mundo prefirió las tinieblas” (Jn 3, 19). Jesús ha venido para salvar, no sólo a los judíos, sino a toda la humanidad; ha venido para reunir a todos los que estaban dispersos.
Estas palabras son esperanzadoras: Dios volverá a congregar a su pueblo en la tierra que ha prometido. Sí, Dios nos volverá a reunir a nosotros los que estamos dispersos para celebrar su victoria.
Es este Dios que busca salvarnos de todo aquello que nos aleja de Él: los ídolos (redes sociales, programas televisivos), las abominaciones (el pecado), nuestras iniquidades (rebeldías e indiferencias). El Señor quiere seguir siendo nuestro Dios. Él nos sigue prefiriendo como el pueblo de su heredar.
Respondamos a esa alianza que Dios hace por nosotros. Que todo el mundo reconozca que somos del Señor y a Él sólo servimos. Que este tiempo de gracia que estamos viviendo nos lleve a rehacer esa alianza que Dios estableció con nosotros y prepare nuestro corazón para celebrar dignamente el misterio Pascual.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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