V Domingo de Cuaresma Ciclo “B”
Jr 31, 31-34
Sal 50
Hb 5, 7-9
Jn 12, 20-33
Este quinto domingo de Cuaresma, nos invita a contemplar sobre la decisión determinante tomada por Jesús, el entregarse completamente a la misión que el Padre le ha encomendado. Dios, que siempre ha salido a llamar al hombre, ha encontrado respuesta a esa llamada, y lo hace en su Hijo amado, dispuesto a ofrecer su vida por obediencia.
La Alianza que Dios había prometido desde toda la eternidad esperó hasta que el hombre, desde su libertad, diera respuesta a la llamada del Padre. El Señor esperaba y reiteraba día a día su llamada. Por amor, esperaba ser correspondido por el amado: Dios es amor y nos ama, y Él espera paciente a que correspondamos a ese amor.
El Evangelio del día de hoy, nos narra que algunos griegos, “querían ver a Jesús”. En esa petición, podemos descubrir la sed que experimenta el hombre por conocer a Dios, ya que el ser humano es religioso por naturaleza y tiende a buscar lo trascendental, lo divino, lo sagrado, lo eterno.
La respuesta de Jesús no se hace esperar y nos orienta hacia el misterio de la Pascua: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado”. Sí, el Señor está a punto de ser glorificado, pero antes tiene que dar el paso doloroso de la pasión y muerte en cruz. Con esta afirmación, podemos comprender la proclamación de Cristo al final del Evangelio: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. En la cruz se nos muestra la grandeza de Jesucristo, el amor incondicional del padre por sus Hijos.
Ya desde ahora la liturgia nos va preparando para adentrarnos más en los días que se acercan, los días de la Pasión del Señor. Es como si la Iglesia nos estimulara para vivir plenamente el misterio de la Redención, no sólo como meros espectadores, sino ser protagonistas junto con Jesús. De hecho, en donde está Cristo, allí deben de estar sus discípulos.
El Señor nos explica cómo asociarnos con Él a su misión: “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto”. No bastó con que el Hijo de Dios hubiera Encarnado, sino que tenía que llevar a plenitud el plan divino de la salvación hasta entregar su vida en la cruz.
Ante lo que le espera, no se deja vencer por la fragilidad: “Ahora que tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: Padre, líbrame de esta hora?”. Aún sabiendo lo que le espera, se mantiene firme y filial a la misión que el Padre le ha confiado, puesto que Él sabe “que para esa hora ha venido”. Acepta la cruz. Jesús nos enseña cómo debe de ser nuestra actitud para con Dios: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42).
Hermanos, este es el camino exigente de la cruz. En varias ocasiones el Señor dijo: “si alguno me quiere servir, que me siga”. Para el cristiano que quiera realizar su vocación, no hay alternativa, tiene que cargar con la cruz. La lógica de la cruz es la que hoy nos muestra el Evangelio: “el que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”. No existe otro camino para experimentar la alegría y el verdadero amor: el camino de darse, de entregarse por los demás, de perderse para encontrarse.
Mantengamos fijos el corazón y la mente en Jesucristo. Dejémonos iluminar por el esplendor de su gloria. Dejémonos atraer por el amor desbordante del Padre. Sigamos preparando nuestro corazón para celebrar de una manera digna y laudable las festividades de la Pascua.
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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