Sábado II Tiempo de Cuaresma
Mi 7, 14-15. 18-20
Sal 102
Lc 15, 1-3. 11-32
Es una lastima que únicamente asociemos la Cuaresma al dolor, a la tristeza o a las renuncias. Ciertamente no podemos negar que es parte importante de este tiempo. Pero sí es una pena que no insistamos de igual modo a los acentos que la Palabra de Dios nos sugiere en este tiempo previo a la Pascua del Señor.
Sin duda alguna uno de los atributos que posee Dios es el de ser bueno, y este tiempo de Cuaresma es lo que nos quiere recordar: la bondad del Señor. Por ese motivo, es necesario convertirnos y volver a Aquel que nos espera para perdonarnos. Así como se nos recuerda que el pecado está presente en nuestra vida, así también la compasión y la misericordia de Dios son mucho más grande que todo lo que pueda acongojar nuestro corazón.
Miqueas invita a la comunidad de Israel a convertirse de todo corazón a Dios, ya que Él es misericordioso y los recibirá siempre con los brazos abiertos. Del mismo modo, nosotros deberíamos de volvernos al Señor, llenos de confianza, sabiendo que “Él no nos trata como debiesen nuestros delitos” (cfr. Sal 103, 10), sino que “arroja nuestros pecados a lo más profundo de los océanos", puesto que “Dios se complace en la misericordia”.
En la vivencia religiosa del pueblo de Israel, existe una dosis muy fuerte de miedo a Dios. Pero, en medio de ese sentimiento de temor, también existe una experiencia religiosa de confianza en la misericordia divina, la cual nos es recordada el día de hoy en la liturgia de la Palabra que hemos meditado.
Nunca olvidemos la misericordia y piedad de Dios. No vaya a ser que el temor y el miedo oscurezcan la certidumbre de que la misericordia del Señor prevalece como una respuesta esperanzada y como una acción liberadora de nuestros pecados.
Todos nosotros, en algún momento de nuestra existencia, nos hemos considerado como el hijo prodigo, y como él, también nos hace falta volver hacia la casa de nuestro Padre. ¿Cómo volver a Él? Por medio del perdón, del arrepentimiento, de la contrición.
Cuando recapacitamos y nos hemos dado cuenta de todo lo que hemos despilfarrado (la dignidad espiritual por los placeres terrenales, la gracia de Dios, el deseo de santidad), hemos de volver a nuestro Padre. Él nos vuelve a dar todo lo que hemos perdido, nos entrega todo lo que poseíamos y ahora está perdido: el tesoro de la fe, la gracia que santifica, la perseverancia en el bien obrar, etc.
No temas y pienses: “el Señor no me va a recibir”. Créeme: en verdad Dios saldrá corriendo a tu encuentro, se arrojará sobre tu cuello, te dará un beso como señal de amor y ternura, mandará a que te pongan el vestido de gala, el anillo más preciado y sandalias en tus pies. Tú todavía temes por lo que has hecho, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tiene miedo al castigo, y Él te cubre de besos; tú temes el reproche, pero Él te complacerá con un banquete.
Y tú: ¿qué esperas para volver a Él? ¿Qué esperas para volver a casa?
Pbro. José Gerardo Moya Soto
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