Miércoles de la octava de Pascua
Hch 3, 1-10
Sal 104
Lc 24, 13-35
Aquellos que por diferentes motivos nos encontramos en el trabajo pastoral, que llevamos a cabo la evangelización, la catequesis, la formación de la comunidad, hemos llegado a comentar, más de una vez, que parece imposible poder seducir a la comunidad, poder engancharlos y cautivar en ellos el deseo de seguir a Jesús.
Se les ha ofrecido diferentes cosas: retiros espirituales, encuentros parroquiales, momentos de convivencia y fraternidad, etc. Ofrecemos lo que parece ser lo mejor y muchas veces nos encontramos con la indiferencia de la persona. Pareciese que nuestro anuncio no es como ellos quisiesen.
Ante esta realidad, unos ven que el problema está en la comunidad. Por una parte, pensamos que todo está bien: lo tienen todo; al parecer las palabras no les dicen algo; no tienen ideales; ya no necesitan más, etc. Por otro lado, comenzamos a culparnos a nosotros mismos: no sabemos cómo acercarnos a la comunidad; la Iglesia sigue anclada en el pasado; tenemos un buen producto, pero no sabemos como venderlo, etc.
Probablemente lo que nos falte es una buena experiencia de Dios, que nos haga ser creíbles ante los demás. Bien lo dice el evangelista San Lucas: “la boca habla de lo que está lleno el corazón” (Lc 6, 45). Si de verdad viviéramos con profundidad nuestra fe, si nos saliera el Evangelio por lo poros de la fiel, seguro que más de uno se sentiría atraído y tocado por Jesús. Muchas veces preferimos vivir rentando la fe.
Por ello, no me extraña que los discípulos que se dirigen a Emaús dijeran que “su corazón ardía cuando Jesús les explicaba las Escrituras” mientras iban de camino. El poder verlo (aún sin reconocerlo), el escucharlo (probablemente sin entender toda la profundidad que trasmitía su enseñanza), el tenerlo a su lado (aunque no lo sintieran como el Resucitado) tuvo que ser una experiencia que nunca olvidarán en su vida.
Nosotros también necesitamos que Jesús toque nuestro corazón, no llene de su Espíritu, que nos haga despertar de la parálisis (como el lisiado de nacimiento de la primera lectura) para poder irradiar y trasmitir todo lo que Jesús ha hecho por mí.
Es interesante contemplar el camino de estos dos discípulos. Cuando ellos se dirigían a su pueblo, iban tristes, en silencio, con sentimientos de derrota: “nosotros esperábamos…”. No reconocen al caminante que los acompaña (es difícil reconocer al Resucitado, sobre todo si los ojos están tristes y cerrados). Su fe se ha desmoronado: no creen en la resurrección, a pesar de que muchas mujeres han contemplado el sepulcro vacío. Pero cuando regresan a Jerusalén, su retorno es completamente lo contrario: corren presurosos, van llenos de alegría, los ojos abiertos y el corazón lleno de la sabiduría de la Escritura, impacientes por anunciar a la comunidad de que Jesucristo ha resucitado.
Tenemos que estar atentos a los signos sensibles por los cuales Dios se hace presente en nuestra vida. Los discípulos lo “reconocieron al partir el pan”. También nosotros podemos encontrarnos con el Resucitado en la Eucaristía. Estemos atentos a la sintonía del Señor. “Nadie da lo que no tiene”. Primero hay que llenarnos de Dios, de la experiencia del Resucitado, para después poder decirle a la comunidad: “No tengo oro, ni plata, pero te voy a dar lo que tengo”: una fe suscitada por Jesús resucitado.
Pbro. José Gerardo Moya Soto

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